sábado, 28 de noviembre de 2009

La pregunta por el saber

Desde la epistemología se nos alienta a interrogarnos por la pregunta acerca del saber en sí mismo. Eso me hizo pensar que o se asume de antemano alguna clase de respuesta válida, o que al menos el ejercicio de preguntarse al respecto es productivo, que vale la pena. Tal vez el sentido que el efecto cronológico provoca nos sirva para explicarlo, pero antes voy a decirlo desde el principio: hay algo alrededor de este asunto de la verdad que huele mal.
Para algunos la alegoría de la caverna de Platón representa el camino al alumbramiento. Cuando se admite la ignorancia y la oscuridad que nos rodea nos vemos tentados a asumir que ello nos acerca algunos pasos hacia un saber más fiable, y acaso (anzuelo mordido) definitivo. Guiados por esta esperanza confiamos en que si bien no tenemos la verdad ella existe en alguna parte en lo alto (suena bien a menos que tengamos en cuenta a Yuri Gagarin...). Platón se equivocaba cuando censuraba los saberes de la caverna al ensalzar los del iluminado, puesto que si ese iluminado no es capaz de convencer o someter a los que se quedaron entretenidos en la oscuridad no hay utopía que valga: no funcionará. Sabemos que Platón políticamente fue un fracasado.
Si el saber es poder, siempre es una construcción social. Siempre se manifestará de alguna forma por parte de alguien hacia otros, en forma de discurso o indirectamente en forma de artefacto. Como sea, un saber enteramente abstracto es un oximorón. Un saber que no se despliega es un fuego que no quema. Así, el saber será siempre relativo a un contexto histórico determinado, en el que estarán operando condiciones específicas por las que algo pueda llamarse verdadero. Incluso cuando en oposición al poder alguien levante la voz indignado, en el fondo apela a algún ideal particular y propio de su época. Es lógico que nos sintamos el centro de la historia, pero no es la primera vez ni la última que ella nos vea pasar con esa convicción.
Bacon no se queda atrás en la mortificación de los sentidos, y al igual que Platón aspira a un conocimiento definitivo, en este caso de las leyes de la naturaleza por medio del método científico. También ahí hay algo que suena a falsa promesa, al menos en parte. Kant se percató de ello, y entremezcló los requerimientos practicos de un método científico con las condiciones a priori del conocimiento humano. Una mano lava a la otra. En el fondo harto de tanto desvarío metafísico advirtió que era necesario determinar los conceptos, ya que los cimientos de la torre de Babel es que todos hablen el mismo idioma. Y otra vez en el fondo hay algo de trampa en esto de lo que es y de lo que se necesita para que podamos decir que algo es. El mundo verdadero ya no era posible, pero sí necesario teóricamente ¿Para qué? Para ejercer el poder. El estado de todos contra todos no lo permite, y Hobbes lo sabía.
Nietzche es quien ya habla claramente sobre este tratado de paz. Podremos no saber nada en absoluto, pero mientras acordemos en algo, sea lo que sea, ya estaremos encaminados. La esencia de las cosas no es sino la esencia del dogma acerca de lo que se precisa pensar para que las cosas sean. A medida que va pasando el tiempo nunca falta quien se ensueña en este requisito práctico para ponerlo en un altar tornando el efecto en la causa, y el embuste queda completo. Incluso ya podemos creer que el mundo verdadero es asequible. Por supuesto eso no sucede de manera históricamente identificable, es a la vez una simplificación grosera de la historia de la humanidad para que nos demos una idea de en qué estamos metidos. Y al hacerlo, no podemos sino ser cómplices de la verdad, de las condiciones de saber que ella impone.
Aquí el saber muta y pasa a ser la conciencia de la imposibilidad del saber absoluto, tal como lo postulaba Sócrates, concepción aparentemente desanimadora y en desventaja, pero si hay un muro en el horizonte adonde apuntamos, siempre es mejor saberlo. Actualmente el saber pasa en mucho por el establecimiento del límite a las aspiraciones de lo absoluto, consigna que siempre distinguió al posmodernismo. El positivismo, creyendo ser capaz de aprehender las leyes de la naturaleza no aspiraba sino a poder ejercer un poder por sobre todas las cosas, y en ese sentido la muerte de dios fué como una fiebre de oro de la tecnología. El mundo era una mina inexplotada. Fueron los horrores de la guerra en el SXX (sobre todo la 2º) los que darían el principal influjo a que se empezase a desconfiar de las excesivas esperanzas puestas en la ciencia, que se tendiese más a pensar que siempre hay algo indeterminado que excede a la razón, y que aunque sea infinitesimalmente puede provocar un desastre. Siguiendo a Tusam, Chernobyl demostró que "puede fallar".
Sin embargo en las últimas décadas se advierte una especie de síntesis que proviene de la experiencia y que deriva en una ciencia más madura. Muchos matemáticos ya no tienen problemas en decir que una ecuación es una obra de arte. Aún cuando las tendencias deterministas subsistan en el biologicismo galopante no se trata de un corpus teórico serio, antes bien de una imagen que se pretende acompañe mejores ventas en campos como la clínica farmacológica, donde hay una pastilla para cada malestar (y la mercadotecnia simpre implica que lo que dice un eslogan no es necesariamente cierto, pero si conveniente). Lo que parece cobrar más vigencia es lo que surge en la conciliación (o choque, según como se lo vea) entre la necesidad de adquirir poder y la imposibilidad de dominarlo todo. Es el razonamiento que hay detrás de la designación de un juez: no se pretende que sepa todo, pero ya que es necesario designar a alguien que dicte sentencia en las disputas, que sea alguien lo mejor preparado posible. Desde este pragmatismo se sabe que aún cuando no se pueda determinar con exactitud la correlación entre cada átomo del cuerpo humano con los que lo rodean, eso no evita que pueda evitarse una enfermedad X aplicando una vacuna X. El saber se fragmenta, se hace válido según el objetivo y el campo el que se aplique, se relativiza. No importa que algo sea cierto o no en lo abstracto, importa que funcione. Es un pensamiento volcado de lleno a la tecnología y menos hacia el discurso ético y filosófico. Hay experimentos medicinales en humanos por parte de los laboratorios en África en beneficio del Primer Mundo, pero está bien mientras no se haga ruido sobre eso en los medios, mientras los consumidores presten atención a otra cosa. Eso evita el dilema. Probablemente más de la mitad de quienes lean esto usen calzado hecho en algún país del sudeste asiático en condiciones deplorables, pero está bien mientras nadie se detenga a pensarlo. En este sentido la ciencia actual, detentora por excelencia del saber, se benefició del discurso posmodernista: si todo es relativo, la relación entre la carne y los mataderos es la misma que entre el mar y la cotización del dólar ¿Los impuestos que la gente paga en EEUU van para la guerra? Bueno... ¿Quién sabe verdad?
En Nietzche se entreveía que detrás del saber siempre está la voluntad de poder, no es nada descabellado que Foucault viniese después a decir a decir sin rodeos que el saber es inseparable del poder, que ambos son caras de la misma moneda. Desde el poder se sabe que la gente siempre está insatisfecha, y que por ende siempre tendrá motivos para quejarse, incluso aunque todos estuviéramos en el cielo que las religiones prometen. La fe nunca puede constituir un saber, porque no implica un poder, sino un ponerse a merced de algo o alguien. Y si el mundo perfecto es imposible, los que sabemos siempre correremos con ventaja sobre los ingenuos.

Imagen: título desconocido, de Quentin Lëwn