jueves, 2 de junio de 2011

Borges y Proust: la memoria y dos formas de hacer literatura



 A partir de la lectura de Borges puede advertirse un diálogo del autor con la obra de Proust. Por momentos como un detalle cifrado, pero a veces también bajo la forma de una interpelación casi obvia, incluso de una réplica, sobre todo a propósito de la concepción de la novela (y por ende), del modo en que se construye un relato.
A primera vista, la oposición resulta casi inevitable. El grueso de la producción ficcional del escritor francés se concentra en su monumental novela En busca del tiempo perdido, que supera en cualquier edición las 3000 páginas, admirada por su profundidad psicológica y reseñada por buena parte de la crítica como la novela mas influyente del siglo XX. El argentino, en cambio, nunca escribió una novela, su obra de ficción por el contrario consiste en una multiplicidad de cuentos, en los que el autor sorprende continuamente al lector con la guardia baja, donde la elegancia de la síntesis es la gran protagonista.
En La novela de Proust/ Ts’ui Pên, según Borges[1], Herbert E. Craig hace un registro de las referencias explícitas e implícitas de Borges sobre Proust. Por ejemplo, en el prólogo a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares dice Borges: "Hay paginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día"(3). Sostiene Herbert E. Craig, en el mismo ensayo, que Ts´ui Pen, antepasado de Yu Tsun en El jardín de senderos que se bifurcan[2], está inspirado en la figura de Proust. Dice: “Tanto este como Ts'ui Pen abandonaron un mundo de placeres y de banquetes y se enclaustraron por una docena de años para escribir una novela. Asimismo al morir dejaron un manuscrito inconcluso que parecía caótico.” (4). La oposición de Borges a la novela era explícita. Dijo a Sorrentino en Siete conversaciones: "Nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin" (1).
Asimismo, hay numerosos comentarios de diversa índole de Borges a propósito de Proust, pero el presente análisis no pretende abarcar toda la complejidad de este contrapunto que, por lo demás, ya ha sido tratado por varios estudiosos de la materia.
Mi propósito es acaso instalar algunas cuestiones elementales en esta articulación para aquellos que, como yo, están en los inicios del estudio de la literatura. En ese sentido creo que resulta más ilustrativo tomar un caso particular y profundizarlo. Para ello he escogido Funes el memorioso, cuento de Ficciones.

Análisis del cuento

El autor comienza diciendo “Lo recuerdo”. Es llamativo que repita el término seis veces tan solo en el primer párrafo, utilizándolo dos veces más en el siguiente, y tan solo una en el resto del relato. Esto puede estar queriendo mostrar el modo en que se construye un relato, porque por un lado, en esta parte inicial nos encontramos con una seguidilla de detalles inconexos, como de un pensamiento en voz alta:

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora.”[3]

Luego, a partir del segundo párrafo, la voz narradora se sumerge progresivamente en una sucesión de hechos deliberadamente recortados, es decir, escogidos de entre el total posible, a fin de hacer más entendible la historia para el lector. Esta operación es organizadora, arriba desde el divague hacia la síntesis. Este detalle cobrará importancia a medida que se avance en la lectura de esta exposición.
En su primer encuentro con el narrador, Ireneo Funes es un chico físicamente diestro:

“Había oscurecido de golpe, oí rápidos y secretos pasos en lo alto; alce los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared.”(51)

Pero además, Funes está metido de lleno en el presente. El autor da clara cuento de ello mediante un elemento plenamente simbólico (como veremos no es el único presente en el cuento), es decir, este niño sabe siempre sabe la hora presente con exactitud. Luego del accidente se encuentra físicamente desvalido, y vive principalmente del recuerdo. Hay en este  sentido un contraste muy fuerte entre un Funes rebozante de vida, y otro postrado en el encierro, como un viejo que se vale de la nostalgia y la melancolía para terminar sus días. Porque al parecer para el autor, vivir en el recuerdo sería propio de la vejez, es decir, aquello a lo que el humano se aboca con resignación por la degradación de sus fuerzas, pero no por verdadera elección ni porque aquello comporte alguna utilidad. Funes encarna la oposición a este concepto,”Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado”; y también: “Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles” (52). Es precisamente este regocijo en la rememoración lo que el autor se propone rebatir como iluso al final. Ya donde Funes dice haber razonado, el narrador le agrega un corrector: “sintió”.
Por otro lado, si la vejez permite una actividad en todo caso más rica en cuanto a la evocación del pasado y en cuanto al balance de la vida hecha, lo hace ante todo por la vastedad de experiencias que décadas de vida brindan al sujeto. Es razonable sospechar que el autor considera de este modo la sabiduría en relación a la vejez, y que de ese modo un joven que se dedique a extraer un saber a partir de su corta vida caiga en arrogancia. Herbert E. Craig sostiene, en el ensayo citado anteriormente, que el cuento en sí mismo es una parodia del Hommage a Marcel Proust de La Nouvelle Revue Francaise, en el que numerosos escritores de renombre, poco después de la muerte del escritor, fueron convocados a escribir sobre él. Recordemos lo que el narrador dice al principio:

“Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el mas pobre (…). Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay-, cuando el tema es un uruguayo” (51).

(De modo que para Funes, así como para Proust, Borges sería alguien que viene a entrometerse, desde “el otro lado del charco”). Una posible lectura es entonces entender este relato como un correctivo de parte de un “viejo sabio y conciso” (Borges) a un “joven arrogante y verborrágico” (Proust), de parte de un maestro a un alumno.
Muestras de la futilidad en la profusa actividad mental de Funes son dos tentativas que él mismo ni siquiera llega a realizar del todo (de este modo la crítica es doble: la tarea emprendida no solo es inútil, sino también imposible): por un lado, el intento de elaboración de un sistema original de numeración, y por otro, la clasificación de los recuerdos por cada día vivido. Ambos intentos pecan de singularismo, porque para el narrador hay una concepción positiva del olvido. El olvido como omisión, como recorte y posibilidad de toda síntesis. Están en juego dos cuestiones: el entendimiento entre los sujetos, la necesidad de un código convencional por una parte, y por la otra la capacidad misma de elaborar un pensamiento lógico. Acerca del primer punto se aprecia que la singularización  del pensamiento de Funes no es casual respecto de su soledad, así como la inclusión de un dato aleccionador: “Locke, en el SXVII, postulo (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual (…) tuviera un nombre propio” (54), es decir, solo para refutar la idea y demostrar su inconsecuencia, obviamente en relación con el contrato social que el filósofo defendía. En esto encontramos de nuevo el tono correctivo de un maestro, otra vez entre paréntesis.
Acerca del segundo punto, el de la posibilidad de pensar, dice el narrador (hablando de Funes):

“Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. (…) Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. (…) Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso”.
(…) Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.” (54)

De hecho el principio sintético es esencial en Borges, en ello reside su negativa a la novela en general y su adscripción al cuento como modo de relato por excelencia.

Otro aspecto de interés en el cuento aparece en una posible articulación con otro del mismo autor: El milagro secreto[4]. Porque en ambos el tiempo sufre una manipulación de tinte fenomenológico. En este relato Jaromir Hladík, el protagonista, puede estirar los últimos momentos de vida en base a su percepción del tiempo, separado del flujo normal de los acontecimientos y a salvo del fuego de sus verdugos por gracia divina. En “Funes…” sucede algo similar pero llevado más lejos en su consecuencias, lo que deriva en efectos opuestos. Porque la plenitud con que Funes percibe la realidad exige a su cuerpo un esfuerzo que lo consume en la misma proporción. Este efecto se revela estéticamente solo al final del relato, cuando el protagonista menciona la edad de Funes y su fecha de nacimiento, y a continuación describe su aspecto, aunque majestuoso, de vejez demacrada. Esta doble evocación de una imagen solemne pero a la vez desgastada es conseguida mediante otro elemento simbólico: el antiguo Egipto. Las pirámides ante todo, pero entonces inevitablemente el lector se representa la imagen de un faraón momificado, una momia ni mas ni menos. No es casual pues, que inmediatamente después el lector tenga noticia de la muerte de Funes, esto consolida la imagen de un cuerpo cadavérico, como si la visión de ese cadáver quisiera significar el castigo ante las pretensiones humanas de eternidad, de querer saber y ser todo. No es descabellado suponer ironía en este fragmento en la mitad del relato:

“Lo cierto es que vivimos postergando todo lo impostergable, tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo” (54).

Eran los faraones quienes se sometían a la momificación para que su cuerpo estuviese en condiciones de volver a la vida en el futuro. Y ante esto el cuento nos dice que el tiempo se pierde irremediablemente, que nadie escapa de la muerte.
Se resuelve así la aparente contradicción ante el uso de la relatividad fenomenológica del tiempo en ambos cuentos, porque es posible en todo caso escapar por un momento a su inclemencia, pero invariablemente hemos de sucumbir ante él. Tarde (Jaromir Hladík) o temprano (Funes).
La fenomenología es uno de los elementos identificables en la novela de Proust, es decir específicamente respecto del tiempo, el principio según el cual el eje del mismo reside en la percepción que el sujeto tiene de él, y no en el tiempo objetivo, es decir el del mundo exterior al sujeto. La influencia de Bergson y su principio de memoria vital (que revive un acontecimiento pasado en su originalidad única y constituyendo así el fondo de nuestro ser) acerca de esto es patente.

“En el transcurso de mi vida, la realidad me decepcionó muchas veces porque, en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable que dispone que sólo se pueda imaginar lo que está ausente. Y he aquí que, de pronto, el efecto de esta dura ley quedaba neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que hizo espejear una sensación (…) a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación saborearla, y en el presente, donde la sacudida efectiva de mi sentido por el ruido, el contacto de la servilleta, etc., añadió a los sueños de la imaginación aquello de que habitualmente carecen: la idea de existencia, y, en virtud de este subterfugio, permitió a mi ser lograr, aislar, inmovilizar -el instante de un relámpago- lo que no apresa jamás: un poco de tiempo en estado puro.”[5]

Y poco después:

“Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra «muerte» no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?"(113)

La obra de Proust se destaca, entre mucho otros factores, por el uso del tiempo como un principio activo, es decir, no como algo que el sujeto simplemente padece y ante el cual sólo le resta observar con impotencia, sino como algo que le permite, primero a partir del depósito de las experiencias en la memoria, y luego a través de su recuperación mediante el recuerdo, reinterpretar los sucesos pasados, resignificarlos. Este elemento numerosas veces se demuestra como de gran importancia para el sentir del protagonista, que se permite observar escenas de las que fue partícipe en primer lugar ahora desde un punto de vista especulativo y estético, sobretodo cuando se trata de sus desencuentros con Gilberte (295) y Albertine (79). Si para el narrador de Funes, pensar es olvidar, para Proust pensar es ante todo recordar.
A grandes rasgos el paralelismo a nivel más general, a sabiendas de todo lo indicado anteriormente, se observa entre la vida de Funes y la de Marcel Proust (cuya novela es en gran parte autobiográfica). Para ambos, la precarización de su salud física (que prácticamente los obliga al encierro y al reposo, y si bien en el caso de Proust esto ocurre con intermitencias durante su infancia y adolescencia, y hacia el final de su vida ya definitivamente), es un motivo impulsor de una actividad mental profusa, introspectiva, que se aboca al recuerdo y que ahonda en el detalle.
En el primer volumen de su eminente novela, Proust escribió:

“Tal vez las cosas a nuestro alrededor deban su inmovilidad a nuestra incertidumbre de que son ellas y no otras, a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas. El caso es que, cuando me despertaba así, agitándome mentalmente para intentar -sin conseguirlo- saber donde estaba, todo –las cosas, los países, los años – giraba en torno a mí en la oscuridad. Mi cuerpo, demasiado entumecido para moverse, intentaba descubrir –por la forma de su fatiga – la posición de sus miembros para de ella deducir la dirección de la pared y el lugar ocupado por los muebles a fin de reconstruir y nombrar la morada en que se encontraba. Su memoria –la memoria de sus costillas, sus rótulas, sus hombros– le presentaba sucesivamente varias de las alcobas en que había dormido, mientras que a su alrededor las paredes invisibles –al cambiar de lugar según la forma del cuarto imaginado – giraban en las tinieblas. Y, antes incluso de que mi pensamiento, que vacilaba en el umbral de los tiempos y las formas, hubiera identificado la casa al relacionar las circunstancias, él –mi cuerpo – recordaba en cada caso cómo era la cama, dónde estaban las puertas, adónde daban las ventanas, si había un pasillo, junto con lo que estaba pensando en el momento de quedarme dormido y que recobraba al despertar.[6]

Y en “Funes…”, el narrador dice:

“Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía la forma de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro en la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples, cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras.”(53)

Es llamativo el nivel de paralelismo. El protagonista de En busca del tiempo perdido aduce en el primer volumen de la obra que su encierro, la uniformidad de estímulo que le brinda su cuarto, le permite proyectar imaginariamente sobre las paredes sus recuerdos (15), se puede decir que a la manera de un cine. Precisamente en el cine se da por descontado que uno permanece más o menos inmóvil mientras fija su vista en la pantalla (por supuesto que esta analogía no la realiza el autor, puesto que no había en esa época salas de proyección, la primera surgió en 1929, varios años después de su muerte).
En “Funes…” también es de vital importancia este desapego del cuerpo, esta pérdida de conexión con el plano físico y más despiadado de la condición humana. Para resaltarlo el autor escoge una posible profesión para el padre de Funes, la de domador de caballos:

“…algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O´Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.”(51)

La ambigüedad  está presente en esta elección, pero es la que hace verosímil el incidente que cambia para siempre la vida de Funes:

“Me  contestaron que lo había volteado un redomón de la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza.”(52)

El narrador duda de la veracidad del hecho, pero Funes lo confirma después:

“Me dijo que antes de esa tarde en que lo volteó el azulejo, el había sido lo que son todos  los cristianos; un ciego, un sordo, un sonámbulo, un desmemoriado.”(53)

Es de vital importancia este elemento, un caballo indomable, porque otra vez se trata de un recurso plenamente simbólico, en el que el autor se propone encarnar todo aquello que frustra el desempeño del sujeto por medio de su cuerpo, en relación con un mundo inclemente, salvaje. Representa aquello de lo que el hombre huye cuando no puede lidiar con la realidad, sea cual sea el elemento del que se trate en cada caso. De este modo, vemos en acción con toda su fuerza la actividad sintética del autor, representando muchas cosas posibles a partir de pocas, fiel a su modelo de pensamiento.
En Proust, se puede decir que esa bestia indomable es su enfermedad pulmonar, pero en un sentido más existencial también lo es la mujer. Y a la inversa del autor argentino, para retratar este conflicto dedica gran parte de su extensa obra, representándolo desde múltiples situaciones, diálogos, idas y vueltas, arranques de manía posesiva, etc.
En un primer momento Gilberte, que en su infancia lo desconcierta, digamos, aplicando la analogía, a la cual nunca puede de hecho montarse. Pero es Albertine la que, siendo poseída carnalmente por el protagonista, y enredada con él en un intenso romance, repleto de intrigas, celos y especulaciones de ambas partes, la que se muestra auténticamente inmanejable. Gilberte le aclara al protagonista que en sus desencuentros, tan sólo hubiese alcanzado con que él avanzara sobre ella para que sus deseos fueran correspondidos[7]. Albertine en cambio se entrega solo aparentemente, utilizando múltiples recursos para escapar al control de Marcel, sin admitirlo nunca. Muere en una de sus escapadas al campo, llamativamente para el contexto del presente trabajo, en un accidente de equitación (66).


Conclusión

Consideraciones finales acerca de esta oposición serían excesivas. Pero como tentativas de lectura, como puntos de partida, algunas cosas quedan más claras. En Borges hay un modo de hacer literatura (decir mucho con poco, con lo imprescindible), que a su vez deviene de un modelo de pensamiento (sinteticista). Por supuesto, la pregunta inicial debería ser: ¿Cómo funciona éste en el cuento de Funes? Y bien, funciona vehiculizando una lección filosófica: la aclaración del malentendido en el que incurren aquellos que pretenden extraer un saber verdadero con un desapego del mundo “real” o físico, para aquellos que, al pretender abarcar la totalidad del ser, se olvidan de la inevitable barrera de la muerte. Pero esta lectura cobra aún una mayor profundidad si tenemos en cuenta la figura de Funes en relación con la de Proust, cuya concepción de la literatura y del valor estético, antes que por la síntesis, pasaba mucho más por la multiplicidad fractal, para quien el verdadero goce sucede en el reencuentro con los “paraísos perdidos” del pasado[8], y en base a lo cual la rememoración exhaustiva se reviste de un valor altamente productivo (en primer término por el goce estético en sí, pero también por su derivación artística).
Por último, hay un fragmento de Albertine desaparecida donde Proust casi pareciera replicar a Borges, porque habla en realidad del modelo del pensamiento al que el autor argentino adscribe:

“En cuanto a las verdades que la inteligencia -hasta de los más esclarecidos cerebros recoge delante de sus narices, en plena luz, su valor puede ser muy grande; pero tienen unos contornos muy secos y son planas, carecen de profundidad porque, para llegar a ellas, no ha habido que franquear profundidades, porque no han sido recreadas. Muchas veces algunos escritores, en el fondo de los cuales no aparecen ya esas verdades misteriosas, a partir de cierta edad no escriben más que con su inteligencia, que ha adquirido cada vez más fuerza; debido a esto, los libros de su edad madura tienen más fuerza que los de su juventud, pero no tienen ya el mismo aterciopelado.”(130)




[1] Craig, Herbert E., "La novela de Proust/ Ts’ui Pên, según Borges", The Place of Letters: The World of Borges. Universidad de Iowa, Ciudad de Iowa, Abril. 2007.
[2] Borges, Jorge L., “El jardín de los senderos que se bifurcan”, Ficciones, Milennium, Barcelona, 2001.
[3] Borges, Jorge L., “Funes el memorioso”, Ficciones, Barcelona, Millenium, 2001, p. 51

[4] Borges, Jorge L. “El milagro secreto”, Ficciones, Milennium, Barcelona, 2001
[5] Proust, Marcel, “Albertine desaparecida”, En busca del tiempo perdido, Sudamericana, Bs. As, 2009, p. 112
[6] Proust, Marcel, “Por la parte de Swann”, En busca del tiempo perdido, Sudamericana, Bs. As, p.12
[7] Proust, Marcel, “Albertine Desaparecida”, En busca del tiempo perdido, Sudamericana, Bs. As, p. 295
[8] Proust, Marcel, “El tiempo recobrado”, En busca del tiempo perdido, Sudamericana, Bs. As, p.111


Bibliografía

Borges, Jorge L., “Funes el memorioso”; “El milagro secreto”; Ficciones, Barcelona, Millenium, 2001.

Craig, Herbert E., "La novela de Proust/ Ts’ui Pên, según Borges", The Place of Letters: The World of Borges. Universidad de Iowa, Ciudad de Iowa, Abril. 2007.

Proust, Marcel, “Por la parte de Swann”, “Albertine desaparecida”, “El tiempo recobrado”, En Busca del Tiempo Perdido, Sudamericana, Buenos Aires, 2009.


Imagen: Seurat, "Le port de Gravelines"

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