miércoles, 17 de agosto de 2011

El polimodal (2)

  
Yo vivía más cerca que nadie, a 4 cuadras, pero mi casa no era el mejor lugar para juntarnos. No tanto por mis 5 hermanos, sino sobre todo por mi madre, que sabía hacer de ese hogar un infierno cuando se lo proponía, reprochándole a mi viejo su falta de iniciativa, quien a su vez cansado después de 12 horas de trabajo rezongaba intentando seguir su película de Steven Seagal o Van Damme. Era común verlo dormido en el sillón después de la cena mientras mi madre lavaba los platos, diciendo que había tomado “una decisión”, “me harté”, “se piensan que me van a tener toda la vida fregando (haciendo chasquidos de negación), no señor, ya me van a conocer…”. Y entre cada uno de estos descargos intercalaba un silencio punzante que hacía zumbar el aire en mis oídos, dejando en claro que en su cabeza no cesaban las maquinaciones, como agua que hierve y siempre a punto de rebalsar. Su silencio, acompañado del sonido por momentos frenético con que limpiaba la cocina, mantenía mi angustia, y con cada año que pasaba así yo mismo me iba convirtiendo en una olla hirviendo, fermentando refutaciones a sus estallidos, que pusieran en evidencia sus contradicciones con algo dicho por ella la semana pasada, y a veces esa misma tarde. Pero esto demostraba ser la mayoría de las veces un gran error, porque entonces toda su ira se enfocaba en mí, como si el ojo de Mordor viera el anillo en mi mano y procurara aplastarme con fuego.
En principio mi madre podía razonar normalmente, pero sus accesos la dominaban al punto de ubicarse siempre como una víctima de todo, de mi abuela que la puso en un convento a los 7 años cuando murió mi abuelo y donde permaneció hasta los 15, de sus hermanos que no la apoyaron como ella hubiese querido con sus proyectos, de los hermanos de mi padre que la hicieron a un lado por meterse donde no la llamaban, de nosotros sus hijos por estancarle su realización personal, de los empleados públicos que la hacían esperar demasiado para los trámites, del colectivero que pasaba de largo, y así toda una serie de atenuantes que la excluían de cualquier responsabilidad sobre sus decisiones, sus malas decisiones.  
Fueron mis 2 hermanos mayores, Emiliano y Hernán, quienes lentamente y sin saberlo, me mostraron el camino para dominar a la bestia, o al menos para hacerle frente, aunque eso implicara episodios de violencia antológicos.
-¿Te acordás- me decía Fede, Dos años menor que yo- esa vez que mamá discutía con papá, que Emi le dijo a mamá que la tía Antonia la había cagado con lo de la casa en Córdoba que no fue?
-Seee- decía yo-, agarró la pila de platos sucios de la mesada y los revoleó contra el piso.
-Jaja y Emi agarra y dice “Claro, no queda bien decirle a tu hermana que es una garca, pero bien que te la agarrás con papá y con nosotros como si nada, eso si queda bien”.
-Y mamá dando un grito se quiere tirar encima de Emi mientras papá la agarra de los brazos, mamá se pone a llorar.
-Y Emi diciendo re tranqui “si, está bien mamá, está bien…”.
-Se la hizo bien. 
Emiliano era más retórico con ella, la desafiaba. Hernán era más pragmático, sólo la encaraba cuando ya no había salida pacífica posible. Decía mi mamá con tono de suficiencia: 
-Mirá Hernán, vos me tenés cansada ya, así que andá buscándote un lugar. Ya estás grande además.
-¿Querés que me vaya? Listo, sabés que me llevo el lavarropas, la secadora, la computadora y la tele del living. Te acordás que es mía ¿No?
-Llevatelá, te la doy.
-No mamá, es mía. Me gasté medio aguinaldo ahí, no me vas a correr con esa. Y quiero ver cómo te las arreglás sin la plata que te paso por mes.
-Pero si, como no me voy a arreglar, que te creés, si las habré pasado yo…
Curiosamente la discusión iba tomando tono de conversación, hasta que Hernán se iba a la pieza haciendo gesto de “por favor lo que hay que aguantar”, mientras mamá parecía olvidar su tentativa de desalojo y hasta parecía extrañamente calmada. 
Mi hermana Elena era quien la tenía más difícil de todos. La mayor, Clarisa, con síndrome de Down, era como una nena grande, por lo que mi mamá, que por supuesto no tenía amigas (o solo por escaso tiempo, hasta que las espantaba), tendía a acercarse a Elena como confidente. Pero después de que Elena comprobara la facilidad con que mi madre tornaba su amistad en reproches, o incluso en actos de abierta traición (como esos secretos que le contaba a la tía Fabiola, quien por lo demás se los contaba a todo el resto de la familia), no quería saber nada, y se revolvía tortuosamente buscando la manera de mantenerse a salvo sin ofenderla. Para empeorar las cosas, Elena había repetido de año. Papá intentaba protegerla de los cachetazos, tironeadas de pelo y zamarreadas que mi madre le soltaba en los peores momentos. 
Fede solía despreocuparse por la conducta de nuestra madre. Yo me lo tomaba más a pecho, anotando mentalmente sus erratas, y teniendo discusiones con ella, que muchas veces comenzaban con algún comentario que yo dejaba escapar sobre Dios, el Papa, y que no quería retractar, aún cuando mi padre me instaba a ello con un “porque sí y punto”, en el que yo leía “por favor no hagas enojar a tu madre que hoy juega Racing”. En mis discusiones con ella la cosa podía llegar a lo filosófico o metafísico, temas en los que mi madre creía tener alguna clase de erudición, en realidad escasa, terrenos de los cuales la obligaba a batirse en retirada, y entonces cambiaba de tema sacando del pasado algún reproche que hacerme para avergonzar, hasta que llegábamos inevitablemente al punto en que para ganarle debía disponer de recursos como los de Hernán. Al no tenerlos tenía que resignar la partida, no sin sufrir amenazas que rayaban la extorsión acerca de las salidas y el dinero, pero incluso a veces de la comida y de mi lugar en la casa. Fede me remarcaba siempre mi actitud suicida, pero con cada una de esas derrotas algo dentro de mí se hacía más y más fuerte, sediento de por fin verla alguna vez caer de lleno.  

Así y todo Fede era mi compinche para las bromas y burlas que podía hacerle a mi madre sobre su pensamiento pseudorreligioso, sobre la basura que miraba en la tele, sobre su desproporcionado histrionismo. Mamá dejaba al acostarse un vaso de agua en la mesita de luz, para “absorber las malas ondas”, vaso que yo a veces tomaba antes de que ella pudiera atajarme, con alarido de protesta. Durante la cena Fede pasaba su dedo por alrededor del vaso, según ella “llamando a los demonios”. También abríamos paraguas adentro de la casa en días soleados, eso siempre la desquiciaba. Cuando hablaba por teléfono se ocupaba de que toda la casa escuchara su conversación: nos dedicábamos a hacerle chistidos desde la pieza para que se callara, era cuestión de minutos que apareciera en la puerta con su peor cara. Durante la cena, cuando Tinelli era la única opción, soltábamos gestos de fastidio, o incluso comentarios como “¿Podemos cambiar esta mierda que miramos todos los días?”, “¿No se cansa este hijo de puta de robar tanto?”, “Este tipo representa lo peor de la televisión, me da vergüenza tener que aguantarlo” o “Mañana consigo un chumbo en la villa para ir a matar a Tinelli”. Enseguida venía la represalia, el estallido de mamá y la llamada de papá a cerrar la boca. Fede era el único que podía entender lo que yo sufría con el carácter de mamá, no me sentía capaz de contárselo a mis amigos. Había aprendido a ver en ella la esencia de lo falso, ese gesto amable después de una discusión, “Te hago un té ¿Querés?”, o un bizcochuelo una tarde de domingo, gestos que en un inevitable ciclo tornaban hacia la sed de venganza, a los reproches de siempre, casi siempre a medida que se acercaba fin de mes y no daban las cuentas. Y nunca daban las cuentas.
  
Imagen: sin datos.

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