viernes, 19 de agosto de 2011

El polimodal (Capítulo 3)


La casa de Juan era más grande y apacible, nuestro cuartel general. Sus padres tenían al fondo de la casa un taller grande donde fabricaban cortinas de plástico. Poníamos música con algo para tomar y pasábamos la noche. No pasó mucho tiempo para que todos supiesen que me gustaba Patricia. En algún momento Carina se enteró. Empezó a hacerme miradas cómplices, encontraba maneras de acercarme a ella, yo le dejaba hacer, aunque no estaba seguro de qué sabia Carina exactamente, y peor aún, qué sabía Patricia. No sabía si interpretar su calidez para conmigo como un guiño o como ignorancia de su parte, y vivía cada día en la cuerda floja, sin atreverme a dar pasos definitivos, pero también sin dar un paso atrás.

Al llegar a mi casa me encerraba en la pieza de mis hermanos a escuchar música, mientras todavía no volvían del trabajo, y entonces recordaba momentos del día con ella, y fantaseaba con mutuas declaraciones, donde todo se resolvía con un eterno beso. Muchas veces encontraba así detalles que no había apreciado, que tanto podían alegrarme como podían quitarme el aliento, algo quizás demasiado obvio que yo había hecho en su presencia, alguna mirada suya de indiferencia o hasta de frialdad hacia mí, y enredaba estos elementos, complicándolos entre sí y dando lugar a conclusiones que se disolvían con el sueño durante la noche, o que recordaba vagamente al caminar las 4 cuadras que me separaban del colegio, desapareciendo por completo al entrar al salón y verla sentada, porque fue en esa época que empecé a llegar tarde casi todos los días.

En 8º, cuando iba a la 50, me gustaba María, de 14 años pero cuerpo de 18. En esa época era fanático del cazador. La dibujaba desnuda y rodeada de hombres, asaltada desde todas las posiciones posibles. Se ve que le llegó el rumor de mis dibujos obscenos, y encontró uno adentro de un tacho de basura. Me denunció con la preceptora, quién reconoció el parecido, pero dijo que no podía comprobarse a menos que yo confesara. La preceptora tenía esas ojeras no producto del cansancio sino de la pigmentación de la piel, rasgo que siempre me atrajo. Cuando quedé a solas en su despacho quise empezar a decirle que tenía problemas en casa, pero enseguida me dijo que me quedara tranquilo, que no pasaba nada. Ese día dibujé a la preceptora.

Pero con Patricia era diferente, era sagrada. Me resistía a imaginarla desnuda, y cuando finalmente cedía, estaba rodeada por una especie de aureola suave, como de ensueño. Casi siempre la veía con el delantal, que escondía sus líneas, excepto en las clases de gimnasia por la mañana, cuando podía verla sólo con un jogging y una camiseta. A veces no podía contenerme de pensarla transpirada y en ropa interior, pero aún así permanecía ella en un halo de pureza, como si verla así solo pudiera deberse a su descuido y a mi voyeurismo, pero no a su voluntad.

Todo eso se acabó cuando la vi transando en el recreo con Ricky, un rolinga. Ese día algo se rompió dentro de mí. Pero no sólo por mis celos y por la amargura de que otro me hubiese ganado de mano, sino también porque entonces se desbordó mi deseo, y ya no pude contener mi imaginación. Lo suyo con Ricky no duró mucho, era una transa nada más. Eso no evitó que todos los que sabían de mi pesar estuviesen expectantes de mí, sobre todos mis amigos. Me decían: “¿Y ahora que vas a hacer?”, “No sé” les decía. No lo sabía. Pero lentamente se gestaba en mí la resolución de hacer algo, empezaba a necesitarlo de verdad.

La miraba con más insistencia. A veces nuestros ojos se encontraban, como pasa con todo el mundo (contaba con precisamente esa inevitabilidad), y la miraba directamente, como interrogándola y queriendo decirle algo a la vez, un lenguaje que ella no podía o no quería corresponder, porque sólo se mostraba un poco perpleja primero, y luego desviaba la mirada como si nada hubiera pasado. Entonces yo miraba a mi derecha, hacia los ventanales que desde el 2º piso daban vista a la ciudad de Pacheco, y me quedaba en silencio un largo rato. Al verme así Carlos intentaba hacerme reír, y cuando yo, desconsolado, apoyaba mi mentón en la mesa como un perro viejo, me ponía la mano en el hombro y me decía “No te mates boludo, te estás ahogando en un vaso de agua”. Carlos creía que cuando yo conociese muchas mujeres una atrás de otra, rápidamente olvidaría a Patricia. Yo intentaba creerle, pero entonces otra vez la veía y me parecía imposible, ofendido por la idea.

Era cierto que no tenía mucha experiencia. Ni siquiera había tenido mi primer beso con lengua, y esto me atormentaba, porque me encantaba la idea de tenerlo con Patricia, pero tampoco era prudente arriesgarme a dar una mala impresión a la primera oportunidad y arruinarlo todo. Me había enterado de que una amiga de Ale que iba a un colegio privado gustaba de mí, al parecer me había visto cuando cruzamos a ella y a su grupo de amigas caminando por el cruce, la principal avenida comercial donde se paseaba todo Pacheco, pero eso le había alcanzado para echarme el ojo. Tenía curiosidad por saber cuál de las del grupo era ella, Ale me la describió pero no la recordé, y me decepcioné porque evidentemente no era la rubia castaña de labios carnosos y piel sonrosada. Era la hermana menor, ni linda ni fea, mediocre. Mi ansiedad alrededor del 1º beso me entorpecía tanto a la hora de encarar cualquier chica que pensé que estaba bien así. Diana se llamaba.

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