viernes, 30 de septiembre de 2011

El polimodal (11)


Daniel, un aparente pibe de familia bien, tenía una propensión al odio que enfocaba ciertos estereotipos, y que sostenía con argumentos y anécdotas. Para Daniel los gordos eran resentidos, las gordas no dejaban coger a sus amigas, las viejas eran conchudas, los pelirrojos eran mufa, los hinchas de independiente eran todos amargos, los tarjeteros eran pelotudos, los hipocondríacos eran simplemente mentirosos, y los chupamedias merecían morir. Su fuerza no estaba en la credibilidad de sus historias, sino en la forma en que las contaba, su habilidad para obligar al que oía a reírse, y al hacerlo, aceptar tácitamente que Daniel tenía algo de razón. El colectivero que seguía de largo y mirando fijo hacia delante siempre era gordo. Si en un partido la cámara enfocaba a un pelirrojo en la hinchada la siguiente jugada contra Racing terminaba en gol. Si una  historia con una chica se frustraba siempre había alguna gorda de por medio. La menstruación en realidad era un mito para atormentar a los hombres. Muchas veces lo escuchaba decir cosas que no tenían sostén alguno y que se imponían por la pura fuerza de su carisma. Esto él lo sabía muy bien, pero lo tomaba como un desafío: no tener razón era una desventaja inicial, nada más. Organizaba constantemente bromas en las que la víctima de un día era el cómplice del siguiente, aminorando el costo de las venganzas en su contra. Los varones fuera de nuestro grupo no lo soportaban, hablaban mal de él a todo el mundo pero les costaba hacerles frente sin quedar en ridículo. Algunas chicas lo veían como a un pibe que se hacía el loco, otras hacían saber sin problemas que “le daban”. Unas pocas lo tomaban en serio (como Fernanda) y lo odiaban. A éstas Daniel siempre sabía hacerlas quedar mal. Y Cada vez que él tornaba las cosas a su favor, con uno de nosotros, con gente del curso o con los profesores, me mostraba la manera en que funcionaba el mundo de verdad.

Con Daniel se sentaba Marcos, morocho y vestido al estilo hardcore. El Chileno era un morboso, gustaba de generar asco con sus comentarios. Sus temas preferidos: fijaciones sexuales enfermizas. La lista de cosas por las que el Chileno había dejado en claro sentirse atraído era muy amplia, y a la vez no podía descartarse ninguna, por lo que cualquier cosa podía tener connotación sexual, y todos tenían que andar con cuidado de lo que decían. Nada ni nadie se salvaba. Los varones del lado de la ventana no querían meterse con él, sabían que era capaz de besarlos en la boca sin aviso. Lo extraño era que el temor a darle algún pie actuaba en hombres y mujeres como una tendencia a quedar mal parados. Una vez Natalia, de pocas luces, dijo que su perra había tenido cachorritos, y cuando el Chileno se le apareció al lado preguntándole si le regalaba uno, se tapó la cara con horror, mientras unos pocos nos reíamos. Otra vez Pamela, la petisa tetona, dijo a la profesora de Inglés que había pasado con el colectivo por al lado del lugar de un accidente, con patrulleros y una ambulancia, y que había visto un cuerpo manchado con sangre, postrado al lado de una moto. El Chileno se paró con urgencia y los ojos bien abiertos, y preguntó donde había sido eso, y preguntó a la profesora si podía salir a hacer algo importante. Si pescaba a alguien mirándolo, le guiñaba el ojo o le sacaba la lengua lascivamente. En los recreos gustaba de tomar elementos de los demás y pasárselos por abajo de los calzoncillos, y en clase esperábamos con ansia el momento en que esa lapicera era llevada a la boca, mordida, chupada. Entonces era imposible no tentarse, no dar y recibir codazos en las costillas, ante la incomprensión del resto.

Héctor era más tranquilo, odiaba los deportes y parecía tener un desprecio por el mundo adolescente en general, como si él fuese un adulto, como si él hubiese estado obligado a serlo desde hace tiempo. Trabajaba en el kiosco de revistas de su padre, íbamos a hacerle compañía de vez en cuando a fuerza de ajedrez, mate y pedirle prestado alguna revista para hojear (nunca para llevar a casa). Su condición de presidente del Centro lo llevaba a ausentarse de clase con frecuencia para atender distintos asuntos, y los profesores no le decían nada porque sus notas siempre iban por encima de lo necesario. Se sorprendió cuando le dije que había leído el Leviatán de Hobbes, y se rió mucho cuando le dije otras cosas que había leído, como Jorge Bucay y Paulo Coelho. Le dije que no tenía mucho para elegir en mi casa, y me ayudó con la bibliotecaria para poder llevarme cosas fuera del colegio. También me pasaba algunos textos sobre política, la mayoría sobre marxismo y anarquismo, pero también sobre filosofía e historia. Le gustaba escucharme sacar conclusiones, por momentos parecía sacarlo de su aburrimiento. A medida que iba ganando su confianza, deslizaba su humor ácido en voz baja, entendía sus pensamientos con miradas o gestos leves de indicación, muchos eran para remarcar las maneras nefastas en que los profesores manejaban el poder que tenían, lo inútiles que eran las clases en sí. Héctor decía aprender más escuchándonos a nosotros que a los profesores, y eso no era necesariamente un elogio para sus amigos. Una vez discutimos porque yo dije que todos somos libres de elegir, siempre. Él decía que en ciertos momentos de la historia fue imposible elegir, como en la dictadura. Yo puse ejemplos como el de William Wallace en Corazón Valiente, y él dijo que películas como esa eran productos del sistema liberal-capitalista para alimentar la ilusión de la libertad ante la injusticia, perpetuando esta última. Yo dije que si me apuntaban con un arma, aún era capaz de elegir, y él dijo que eso era mentira, como si a mí me faltase todavía entender la gravedad de una situación así.

Al principio yo viví de hacer imitaciones improvisadas, pero eso no podía durar mucho tiempo. De Daniel aprendía a estar mas seguro de las cosas que decía, o en todo caso aparentarlo. De Marcos a usar en mi favor el rechazo que pudiese generar alguna actitud mía, transformando equívocos en risas. De Héctor a tratar de mirar siempre un poco mas allá de la escena, de entender el esquema en las situaciones y predecir el siguiente movimiento. Pero mi principal recurso se volvió esperar el momento exacto para rematar situaciones con una frase. Me constaba contar chistes, la presión de que lo último que vaya a decir tenga que ser gracioso me sobrepasaba, pero con mis remates lograba por un momento captar varias cosas a la vez y darles un sentido. Eran actos completamente originales, en el sentido de que no había guión que marcase esa línea a decir, que sin embargo venía de lo más profundo de mí, como un rayo que me obligaba a abrir la boca y recibir las risas, a veces generales, y a veces mas restringidas. Eran momentos dorados, en los que me sentía capaz de todo, en los que me parecía que el destino me tenía reservado para decir esas palabras en ese momento y lugar, para hacer reír. De repente todo tenía sentido para mí, como si el curso fuese una gran comedia y yo estuviese llamado a representar un papel.

Melina tenía el pelo negro, largo y lacio, tapando la mitad de su diminuto torso. Sus rasgos eran una mezcla de árabes con europeos, su ascendencia, como la mía, debía ser portuguesa por su apellido, Castelo. Escuchaba todas nuestras conversaciones, la veía de espaldas encorvar los hombros o tirar la cabeza para atrás al soltar una carcajada, incluso golpear la mesa con fuerza. Cada vez que hacía reír a Melina, me anotaba un punto.  Y cada vez que Melina reía, yo tenía que saber la causa, incorporarla para mis intervenciones. Cada día era un avance en mi conocimiento de lo que a ella le hacía gracia. Tanto los planteos de Daniel, como las salidas del Chileno o mis remates la tentaban, pero mientras que en ellos dos era un efecto entre otros, para mí se fue volviendo cada vez más en una meta precisa. Hubo veces en las que me conformaba con un murmullo solo quebrado por esa risa demoníaca, o con verla sonreir un poco y decirle algo a su compañera de banco, Alejandra. A veces fallaba y percibía su disgusto, y me aseguraba de no repetir el error. Sentía que iba encontrando sus puntos sensibles, calándola, adquiriendo cierta clase de poder sutil sobre ella, poco en comparación al que tenía su risa sobre mí. Nulo, irrisorio al que empezó a tener cuando empezó a voltearse hacia mí al reirse, mirándome. Sus ojos eran oscuros, mucho más que los míos. Me tenía.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El polimodal (10)

Las primeras semanas fueron difíciles. En casa nadie se levantaba a las 7 excepto yo (papá salía de casa a las 6), y apenas desayunaba algo mientras ponía la tele de fondo. Hacía el mismo camino que antes, encogiendo los hombros por el frío de la mañana, con mi cabeza todavía entumecida por el sueño.

Me sentaba solo, adelante, y durante el recreo me quedaba en el salón, dormitando con la cabeza sobre la carpeta. En clase no intervenía, y si los profesores preguntaban algo me contenía, esperando que alguien respondiese en mi lugar. Solo participaba si me lo pedían expresamente. Entonces sentía que todos me miraban, y yo quería desaparecer, no existir para nadie. A la salida me cruzaba con los de la tarde, así me enteré de que todos los varones repitieron menos César. La primera vez que crucé a Patricia, en la escalera de la entrada, se me quedó mirando como a un fantasma, me saludó y no supe que decirle, antes de que la marea de gente se pusiera entre nosotros.

Pasado el mediodía llegaba a casa, si no había cruzado a Fede en el camino lo veía entonces, terminando de cambiarse. Mamá podía no haberse levantado, la otra posibilidad era verla saliendo del baño en camisón, a lo sumo cocinando algo. Con la tarde libre, me dedicaba a leer cualquier cosa que encontrase en casa: en los estantes del living había algunas novelas, en el escritorio de Emiliano había fotocopias de la facultad sobre política y derecho, y en la cajonera de Hernán había una caja de lata llena de cartas de las chicas con que estaba o había estado.

Fue recién pasado un mes que hubo que hacer grupos para trabajos prácticos, y ahí conocí a los pibes. Daniel, un flaco de ojos claros, su voz ya me era familiar por escucharlo putear y hacer chistes a costa de cualquiera (fuese amigo suyo o no). Marcos, alias el Chileno, le gustaba hacer frases morbosas para quedar como un enfermo. Héctor, presidente del Centro de Estudiantes, nunca se exaltaba demasiado y siempre parecía saber más que todos sobre todo: política, música, cine. Juntarme con ellos se hizo costumbre, empecé a sentarme con Héctor. Al principio me aceptaron por mi capacidad de redacción para las respuestas, a mí me encantaba hacerlo porque en ocasiones se trataba de resumir los puntos en común a partir de discusiones acaloradas entre ellos, de a poco iba interviniendo también. A veces los enunciados finales no tenían mucho que ver con lo que la actividad pedía, pero no importaba, era divertido hacerlo así. Para conversar con ellos era necesario tener algo de imaginación, capacidad de réplica instantánea, conocimiento óptimo de los capítulos de los Simpsons, y no estar pendiente de quedar bien con las mujeres. Para ganar una discusión valía cualquier cosa, y tener razón no garantizaba nada.

Solo entonces empecé a mirar de verdad al curso, a sentirme parte de él. Del otro lado del salón se juntaba el grupo de varones mas preocupados por salir a bailar e impresionar a las mujeres, de responder a los profesores con ignorancia y gesto cómplice. Minas lindas había varias, eso lo supe desde el principio, pero ahora mirarlas me ayudaba a olvidar Patricia. Y tal vez no fuese solo eso, porque con cada día que pasaba, y en relación directa a los chistes que hacíamos los pibes, resonaba en mi cabeza la risa de la chica de pelo negro y lacio sentada contra la pared, cerca nuestro. Melina se llamaba.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Vacaciones (Polimodal-9)




 No aparecí para el acto de fin de año, menos todavía para la fiesta que hicieron después. La mitad del verano la pasé en el delta de Entre Ríos, en la casa de la familia de mi madre. Íbamos casi todos los años, siempre había que limpiar la costa de maleza y ventilar la casa. Pescar, limpiar el pescado, hacer leña, remar, machetear. Comiendo a la luz de un farol de querosén. Mirando correr el agua del río, hacia el este de día, bajando. Hacia el oeste de noche, en subida.

 Papá iba los fines de semana, la mayoría del tiempo estábamos solos con mamá. Si el día era soleado mis hermanos y yo nos metíamos al río, intentando piruetas por turnos. De noche hacíamos grandes montañas de ramas secas y las llamas subían varios metros. Nos quedábamos pescando hasta tarde, hablando boludeces , avivando las brasas. Volver a ese lugar era volver a ser chico. Podía estaba triste, apático la mayoría del tiempo, pero también me divertía escuchando las historias de terror que inventaba Hernán, o las anécdotas de peces enormes que contaba Emi. Por algunos días venía algun tío o tía con sus hijos (con quienes podíamos jugar a la escondida), o incluso la abuela, lo que era muy festejado por todos nosotros. En un lugar así, donde por momentos la única salida era escuchar la radio o leer revistas viejas, todo ser familiar era bienvenido, incluso aquellos a quienes nunca iba a visitar si de mí dependía.

 Generalmente a la hora en que todos dormían la siesta o tomaban sol, me ponía a escribir en un cuaderno anillado. Escribía sobre Patricia, sobre los sueños o pesadillas que tenía cada noche, sobre mi creciente ateísmo, sobre  la muerte, sobre el aburrimiento y la pena que por momentos me agarraba, aunque cada vez menos. Hacía algunos intentos de escribir en verso, bastante flojos. También hacía dibujos, bosquejos que en su mayoría no mostraba a nadie, a lo sumo a Fede.

 A veces un viento frío hacía silbar los sauces, y mamá decía “sudestada”. Podía significar simplemente que el agua suba un poco durante el día. Pero si se veía en el horizonte una columna de nubes oscuras avanzando, el viento iba tomando fuerza. Cuando oscurecían el cielo, el viento era capaz de revolear cualquier objeto liviano, incluso de tumbar personas adultas, por lo que había que entrar todo a las corridas y con cuidado de no caerse al río. Los relámpagos y truenos se sentían mucho más fuerte que en la ciudad, y cuando finalmente se largaba la lluvia, sabíamos que duraría hasta el otro día. Esas tormentas siempre habían tenido un halo apocalíptico para mí, las respetaba. Emi siempre decía que en la sudestada andaba el surubí, y se lamentaba de que mamá nunca lo dejara ir a encarnar chicotes y espineles en medio del vendaval. Esa vez quiso aprovechar la distracción de mamá que entraba las cosas con Elena, pero necesitaba alguien que lo acompañe en el bote. Me ofrecí. Mamá nos vió tarde, apenas escuchamos sus gritos desde el otro lado del río. El agua empezó a arreciar a mitad de camino, pero me sentía terriblemente bien. Ya no tenía miedo. Ni a la tormenta, ni al castigo de mamá, ni al fin del mundo. A nada.

 El viaje de vuelta fué de noche, la última semana de febrero. Adoraba viajar en la lancha de noche, sobre todo al cruzar el Paraná en medio de la marejada, antes de que saliera la luna. Cuando llegamos a casa, recuperé todos los lazos con la civilización y la tecnología, prendiendo la tele y subiéndole el volumen, viendo las noticias, prendiendo y apagando las luces frenéticamente, poniendo la cara contra el ventilador, sacando algo frío de la heladera para tomar. Solo entonces sentí la verdadera energía de un nuevo año.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El polimodal (8)


Terminaba septiembre cuando Carina me preguntó que me pasaba.

-Andás raro vos… es por Pato ¿no?
-Parece que acá se sabe todo ¿Ella te dijo?
-¿Querés saber?
-Si.
-No, no fue ella. Pero eso no importa nene, vos estás mal, te veo que estás mal. Esa cara, por favor, dónde quedó el Nico que yo conozco...
-Se quedó en esa esquina, para siempre.
-¡No seas exagerado! ¿Y cómo es eso de que te vas a cambiar de turno?
-Es posta.
-¿Y por qué? No la vas a conquistar así eh.
-No importa.
-¿Cómo que no importa? ¿Y nosotros no te importamos?
-…
-¿Ni un poco?
-Te voy a extrañar Cari.
-Me estás jodiendo.
-Ojalá.
-Forro. ¿Por qué no hablaste conmigo antes?
-Habría sido lo mismo. Si no gusta de mí.
-Ves que no entendés nada. Dale tiempo y vas a ver. Pero cambiándote de turno…
-No puedo esperar. Yo…
-¿No vas a terminar el año con nosotros por lo menos? ¿Ya tiene que ser?
-Pregunté y no hay vacantes, tengo que esperar al año que viene. Seguro repite gente y me hacen el hueco dijeron.
-La verdad… me dejás sin palabras. Pensé que era mentira.
-Perdón Cari. Te voy a extrañar, de verdad.

La miré a los ojos, amagando una sonrisa. Me alejé caminando hacia las escaleras, momentos antes de que sonara el timbre que marcó el final del recreo. La idea de cambiar de curso había sido lo único que me dio cierta sensación de control de la situación. Patricia no podía obligarme a mantenerme cerca de ella después de rechazarme. No pensé mucho en si estaba lastimando a mis amigos. No lo hice porque todos en ese curso, día a día, dejaban de existir para mí.

La semana después de hablar con Carina, Carlos me dio un papel doblado con mi nombre. La letra era de Patricia, sin duda. En esa carta me pedía que por favor no me cambie a la mañana. Decía estar triste porque yo ya no le hablaba, que ni siquiera la saludaba, que cómo podía ser que le hiciese algo así. Decía que no podía estar conmigo en ese momento, pero que más adelante era posible. Decía que lo que yo le había dicho era muy fuerte y que necesitaba tiempo. Decía algunas cosas lindas sobre mí, y me pedía perdón por no poder darme una respuesta segura. Leí esa carta tantas veces que me la aprendí de memoria. Al otro día le escribí. Mi carta decía que si no la había saludado ni le había hablado era para no hacerla sentir incómoda, que quería borrarme de su mapa para que pudiera estudiar tranquila, que no quería obligarla a verme. Le preguntaba qué le impedía estar conmigo, y por qué tenia que ser más adelante y no ahora. Decía que me había costado mucho decirle lo que sentía, y que a lo mejor me habría ido mejor si hubiese ido mas despacio, pero que lo que sentía por ella no me había pasado nunca, y que por momentos no sabía qué hacer. Le decía que era la chica mas linda que había conocido y que verla tan cerca era una tortura para mí. Ella nunca respondió.

Juan reconocía en esa carta el tesoro que era para mí. Juntos la habíamos desmenuzado, aislando ciertas frases, intentando analizarlas, sacando conclusiones. La llevaba siempre conmigo. Juan estaba conmigo el día que a la salida, un tipo que debía tener como mínimo 26 o 28 años, saludó a Patricia con un beso en la boca y se fue por Entre Ríos, caminando con ella de la mano. Juan vió cómo la miré hasta que doblaron en Tucumán camino al Bajo, y no dijo nada cuando saqué la carta del bolsillo de mi pantalón y la rompí, tirando los pedacitos en el tacho de la esquina. Juan supo por mi cara que si antes había dudado de cambiarme, a partir de ese momento supe que iba a hacerlo. Juan era el único que entendia que a veces lo mejor es caminar en silencio.

lunes, 5 de septiembre de 2011

El polimodal (7)


Lunes al mediodía, en mi cama. No quería levantarme. Un fin de semana en el que pude zafar de ir al banquete familiar en lo de mi abuela, solo para quedarme en casa, mirando por la ventana de mi pieza cómo caía la linea del sol en el paredón, cómo se acercaba lo imposible. Tener que verla de nuevo, esquivarla ¿Cómo? Y solo para evitarle el problema de esquivarme. Ya no podría saludarla, eso seguro. Tampoco podía faltar, en algún momento tendría que ir y sería peor. Tenía que levantarme, tenía que ir. Prendieron la tele en el comedor, era mamá levantándose. Me convenía ocupar el baño antes de que ella pasara. Me levanté.

Llegué tarde, media falta. La clase de Matemáticas ya había empezado. Desde la puerta, en la esquina del fondo del salón, me pegué a la pared para llegar a mi lugar. Tardé media hora hasta subir un poco la vista y verla copiando. “¿No copias nada?” me dijo Carlos. “Ya vimos esto” le dije, glacial. Carlos iba en picada con varias materias, incluyendo matemáticas. Necesitaba de mí más que nunca y yo ya no podía ayudarle. No podía ayudar a nadie.
Hicimos grupo para Geografía, pero mi capacidad ese día era tan nula que César agarró el libro y se puso a buscar las respuestas él mismo. Me limité a aprobar las que propuso, y a copiarlas cuando dictó.

En el recreo quise quedarme en el salón, pero Carlos me insistió para ir al patio.
-¿Qué te pasa pelotudo? Contáme.
-Nada.
-Qué nada, estas con una cara de concha desde hoy. Qué pasó.
-Le dije.
-Qué dijiste. A quién.
-A Pato.
-Qué le dijiste.
-Que estoy enamorado de ella.
-¿No ves que sos un pelotudo? Ahora ya está.
-El qué.
-No viste que la semana pasada la vino a buscar la hermana, va a la 20.
-…
-Zafa. Y dice que te vió y que gusta de vos, pero ahora cagaste todo.
-Y qué tiene si no quiero a la hermana.
-Pero así empezabas a ir a la casa, le dabas celos, entendés, y al final te comías a Pato. Ahora ya fué. No me avisaste encima ¿Por qué no me avisaste?
-No sé.
-Bueno, y qué te dijo ella.
-Que me quiere como amigo.
-Hija de puta. ¡Vos también! ¿Cómo te vas a mandar así de una? Cuándo le dijiste.
-El viernes a la salida.
-Qué hiciste.
-Nada, se iba caminando sola, ya se habían ido todos. Fui y le dije. Le dí un bonobón.
-¡Un bonobón! Jajaja… ¿te lo devolvió?
-No, se lo quedó, se puso así como nerviosa, me dijo eso, me saludó y se fue.
-¿Y ahora que vas a hacer?
-Nada.
-No pensás hacer nada.
-Qué se yo. No iba a venir hoy, pero sino después era peor. Igual me voy a cambiar de turno, a la mañana.
-Dejáte de joder, por una mina…
-No puedo estar ahí con ella, no puedo… me viste hoy, no puedo estar así.
-Sí, así es Juan. Te andas juntando con él, mirá donde estás ahora.
-…
-Tranquilo Nico, no hablés con nadie y dejame hacer a mí.
-¿Qué vas a hacer? No quiero que hables nada eh.
-¿Qué te pensás, que Carina no sabe? Fija que ya sabe. Dejáme a mí.
-No, dejalo así…  No quiero molestar a Pato, al pedo.
-Bueno ¿Le dijiste a alguien más de esto?
-A nadie.
-Listo, no le cuentes a nadie entonces. Y si vas a hacer algo así de nuevo avisáme, no seas boludo.

A la salida Juan me acompañó a casa, se dio cuenta de que había pasado algo y me preguntó. Cuando le dije, esperaba que tuviese alguna expresión de regocijo, de “bienvenido al club”, pero lo vi muy serio, escuchando todos los detalles que yo necesitaba contar para graficar el momento. Se sorprendió cuando le dije que quería cambiarme al turno mañana. Le dije que no podía soportar verla todos los días, tan cerca mío, sabiendo que nunca iba a ser mi novia. Le dije que era demasiado para mí. “Soy débil, Juan” le dije. “No, Nico –dijo-. Ya entendiste que es mejor olvidarla. Yo soy débil”. No le respondí. Caminamos en silencio el resto del camino.

Con cada día se repitió lo mismo. Despertar era sentir que iba a tener que verla de nuevo. Caminar hacia el colegio era acercarme a ella. Llegaba tarde casi siempre, a veces la portera me dejaba pasar sin avisar a la secretaria y llegaba al aula antes de que pasaran lista. Me daba mucha vergüenza que Patricia pudiese sentirse incómoda por mi presencia, entonces intentaba pasar desapercibido. Hablaba mucho menos, casi no hacía chistes, y era difícil reírme. Si lo hacía, me paraba en la mitad, como un enfermo que olvida por un momento su dolencia, intentando levantarse, para sentir un dolor en el pecho y volver a reposar. Sentía la necesidad de estar solo, de cerrarle las puertas a todo el mundo. Si mis amigos se juntaban en el fin de semana, buscaba excusas para no ir.

Cuando caminaba solo hacia mi casa lloraba, y entonces me quedaba un rato en la esquina, hasta sentir que mis ojos no estaban hinchados. En casa también, cuando estaba solo y sentía que el aire no podía entrar, que nada tenía sentido, que cómo era posible sentir algo así por alguien y no ser correspondido. Cómo podía ser que todas las películas, toda la música se la pasaran hablando del amor, repitiendo siempre el mensaje de “hacé lo que sientas”, de “no esperes más, decíselo ¿Y si ella está esperando que lo hagas?”. Me sentía enfermo si ponían la radio, cada estribillo de los temas de moda me parecía peor que un vómito. Sentía tristeza, pero por momentos sentía odio. Cómo podía ser que nadie me hubiese avisado que el amor podía ser así. Me sentía víctima de una trampa, de un mundo  alimentándome día a día de esperanza para después no avisarme que había un paredón infinitamente alto. Y cuando intentaba negarle lugar a mis sentimientos por Patricia, la recordaba de perfil, escribiendo en la carpeta. No podía no amarla.

Me ocupaba mucho menos de las tareas que hacía para ayudar a mamá, y los domingos de limpieza general me volví intratable. A veces faltaba al colegio y me quedaba mirando la tele en el fondo de casa, mientras mamá miraba la del living o se ocupaba de la ropa en el lavadero. A veces discutíamos y yo terminaba barriendo el patio. A veces subía a la terraza y caminaba por el borde, haciendo equilibrio, o me quedaba sentado, con las piernas colgando, mirando pasar los coches. A veces agarraba la bici de Hernán y salía a dar vueltas, y algunas de esas veces me encontré casi sin darme cuenta cerca del Bajo de Pacheco, peligrosamente cerca de la casa de Patricia. Incluso una vez paré a una pareja mayor y le pregunté si conocía la casa de la familia Van Hess, pero no tenían idea. A veces ponía el disco de solos de piano de Emi, para escuchar Moonlight Sonata de Beethoveen, mientras hilaba los momentos felices antes de mi sincericidio con lo que vino después. Cuando terminaba lo volvía a poner. Una y otra vez.

El polimodal (6)

 Incluso cuando me levantaba pensando en que ese sería el día, siempre encontraba una excusa para posponerlo. Podía ser que la ropa que quería ponerme no estuviese limpia, que mi pelo se pusiese inmanejable o que durante la clase Patricia se mostrase inusualmente seria. Varias veces a la salida dejé ir a mis amigos, diciendo que necesitaba sacar libros en la biblioteca, para salir un minuto después y detenerme en la esquina, sintiendo que era el momento, y sin poder dar un paso más, mientras la veía alejarse. Otras lograba caminar hacia ella, pero de repente creía percibir una mala señal: una paloma que se posaba inesperadamente sobre una rama, un gato que no lograba saltar un paredón, o una ráfaga de viento que pegaba de costado, llevándome de vuelta por Jujuy. Si Juan venía conmigo ese día, me esperaba a mitad de cuadra, sin decir palabra.

No siempre, pero a veces podía saludarla con un beso de mejilla, más que nada cuando estaba en grupo. Entonces podía dárselo como a una chica entre varias, sin miedo a quedar en evidencia. A la salida podía pasar también, en la esquina que siempre nos dividía. Parecía mentira estar así de cerca de darle un beso de verdad,  y recogía un placer tan impune en ese instante, que por miedo a que se diera cuenta resignaba muchas ocasiones de hacerlo.

A veces me enojaba con ella, me mostraba molesto con todos en clase y salía solo, directo hacia mi casa, a despecho de cualquier posible iniciativa que ella pudiese tener. No podía evitar pensarla caminando detrás de mí, apurándose para tomarme del brazo y preguntarme qué me pasaba. Posibilidad que se hacía absurda cuando hacía una cuadra, llegando a la plaza. En vano me detenía un momento en la esquina, aprovechando el bebedero de la heladería.

Cesar gustaba de Débora, aplicada y cortante, por momentos agresiva, tenía un peinado que (especulábamos) la madre debía hacerle todas las mañanas. Sus chances no parecían mayores a las mías. Sole ignoraba completamente a Juan, una vez incluso se rió en voz alta cuando Natalia lo mencionó en una conversación. Carlos y Ezequiel la zafaban, siempre parecía irles bien y nunca se enganchaban con nadie. “Lo que pasa es que vos pensás demasiado” me decían. Pero estar en el colegio era muy distinto a ir a bailar.

En un boliche el alcohol anula la capacidad de pensar bien, entonces la cabeza agarra el primer salvavidas que encuentra, las decisiones son rápidas, actuar por impulso se vuelve lo mas lógico. La música está tan alta que reduce las conversaciones al mínimo, todo tiende a resolverse con miradas, alguna frase, un gesto, bailar un tema o dos. La oscuridad y la cantidad de gente hacen que uno pueda enfrentar muchos fracasos como si fueran el primero, incluso a pocos metros de distancia (algunos se dedican a tocar los culos de todas las que pasan en fila). Pero la oscuridad, también hace que las personas se vean mejores de lo que son.

La tarde del viernes 31 de agosto de 2001, en la esquina de Jujuy y Entre Ríos, no tenía oscuridad, ni música, ni un tumulto de gente donde esconderse en caso de una derrota. Salimos temprano, había faltado la profesora de inglés. Todos se habían ido, y Patricia se quedó hablando conmigo en la esquina. No había sol, mala señal, pero reíamos. En mi cuaderno de comunicados yo había puesto “Sres padres: la profe faltó por borracha que es, nos vamos a la mierda…” y la preceptora como nunca leía nada lo había firmado igual. Y entonces se lo dije. Todo.