miércoles, 28 de septiembre de 2011

El polimodal (10)

Las primeras semanas fueron difíciles. En casa nadie se levantaba a las 7 excepto yo (papá salía de casa a las 6), y apenas desayunaba algo mientras ponía la tele de fondo. Hacía el mismo camino que antes, encogiendo los hombros por el frío de la mañana, con mi cabeza todavía entumecida por el sueño.

Me sentaba solo, adelante, y durante el recreo me quedaba en el salón, dormitando con la cabeza sobre la carpeta. En clase no intervenía, y si los profesores preguntaban algo me contenía, esperando que alguien respondiese en mi lugar. Solo participaba si me lo pedían expresamente. Entonces sentía que todos me miraban, y yo quería desaparecer, no existir para nadie. A la salida me cruzaba con los de la tarde, así me enteré de que todos los varones repitieron menos César. La primera vez que crucé a Patricia, en la escalera de la entrada, se me quedó mirando como a un fantasma, me saludó y no supe que decirle, antes de que la marea de gente se pusiera entre nosotros.

Pasado el mediodía llegaba a casa, si no había cruzado a Fede en el camino lo veía entonces, terminando de cambiarse. Mamá podía no haberse levantado, la otra posibilidad era verla saliendo del baño en camisón, a lo sumo cocinando algo. Con la tarde libre, me dedicaba a leer cualquier cosa que encontrase en casa: en los estantes del living había algunas novelas, en el escritorio de Emiliano había fotocopias de la facultad sobre política y derecho, y en la cajonera de Hernán había una caja de lata llena de cartas de las chicas con que estaba o había estado.

Fue recién pasado un mes que hubo que hacer grupos para trabajos prácticos, y ahí conocí a los pibes. Daniel, un flaco de ojos claros, su voz ya me era familiar por escucharlo putear y hacer chistes a costa de cualquiera (fuese amigo suyo o no). Marcos, alias el Chileno, le gustaba hacer frases morbosas para quedar como un enfermo. Héctor, presidente del Centro de Estudiantes, nunca se exaltaba demasiado y siempre parecía saber más que todos sobre todo: política, música, cine. Juntarme con ellos se hizo costumbre, empecé a sentarme con Héctor. Al principio me aceptaron por mi capacidad de redacción para las respuestas, a mí me encantaba hacerlo porque en ocasiones se trataba de resumir los puntos en común a partir de discusiones acaloradas entre ellos, de a poco iba interviniendo también. A veces los enunciados finales no tenían mucho que ver con lo que la actividad pedía, pero no importaba, era divertido hacerlo así. Para conversar con ellos era necesario tener algo de imaginación, capacidad de réplica instantánea, conocimiento óptimo de los capítulos de los Simpsons, y no estar pendiente de quedar bien con las mujeres. Para ganar una discusión valía cualquier cosa, y tener razón no garantizaba nada.

Solo entonces empecé a mirar de verdad al curso, a sentirme parte de él. Del otro lado del salón se juntaba el grupo de varones mas preocupados por salir a bailar e impresionar a las mujeres, de responder a los profesores con ignorancia y gesto cómplice. Minas lindas había varias, eso lo supe desde el principio, pero ahora mirarlas me ayudaba a olvidar Patricia. Y tal vez no fuese solo eso, porque con cada día que pasaba, y en relación directa a los chistes que hacíamos los pibes, resonaba en mi cabeza la risa de la chica de pelo negro y lacio sentada contra la pared, cerca nuestro. Melina se llamaba.

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