viernes, 30 de septiembre de 2011

El polimodal (11)


Daniel, un aparente pibe de familia bien, tenía una propensión al odio que enfocaba ciertos estereotipos, y que sostenía con argumentos y anécdotas. Para Daniel los gordos eran resentidos, las gordas no dejaban coger a sus amigas, las viejas eran conchudas, los pelirrojos eran mufa, los hinchas de independiente eran todos amargos, los tarjeteros eran pelotudos, los hipocondríacos eran simplemente mentirosos, y los chupamedias merecían morir. Su fuerza no estaba en la credibilidad de sus historias, sino en la forma en que las contaba, su habilidad para obligar al que oía a reírse, y al hacerlo, aceptar tácitamente que Daniel tenía algo de razón. El colectivero que seguía de largo y mirando fijo hacia delante siempre era gordo. Si en un partido la cámara enfocaba a un pelirrojo en la hinchada la siguiente jugada contra Racing terminaba en gol. Si una  historia con una chica se frustraba siempre había alguna gorda de por medio. La menstruación en realidad era un mito para atormentar a los hombres. Muchas veces lo escuchaba decir cosas que no tenían sostén alguno y que se imponían por la pura fuerza de su carisma. Esto él lo sabía muy bien, pero lo tomaba como un desafío: no tener razón era una desventaja inicial, nada más. Organizaba constantemente bromas en las que la víctima de un día era el cómplice del siguiente, aminorando el costo de las venganzas en su contra. Los varones fuera de nuestro grupo no lo soportaban, hablaban mal de él a todo el mundo pero les costaba hacerles frente sin quedar en ridículo. Algunas chicas lo veían como a un pibe que se hacía el loco, otras hacían saber sin problemas que “le daban”. Unas pocas lo tomaban en serio (como Fernanda) y lo odiaban. A éstas Daniel siempre sabía hacerlas quedar mal. Y Cada vez que él tornaba las cosas a su favor, con uno de nosotros, con gente del curso o con los profesores, me mostraba la manera en que funcionaba el mundo de verdad.

Con Daniel se sentaba Marcos, morocho y vestido al estilo hardcore. El Chileno era un morboso, gustaba de generar asco con sus comentarios. Sus temas preferidos: fijaciones sexuales enfermizas. La lista de cosas por las que el Chileno había dejado en claro sentirse atraído era muy amplia, y a la vez no podía descartarse ninguna, por lo que cualquier cosa podía tener connotación sexual, y todos tenían que andar con cuidado de lo que decían. Nada ni nadie se salvaba. Los varones del lado de la ventana no querían meterse con él, sabían que era capaz de besarlos en la boca sin aviso. Lo extraño era que el temor a darle algún pie actuaba en hombres y mujeres como una tendencia a quedar mal parados. Una vez Natalia, de pocas luces, dijo que su perra había tenido cachorritos, y cuando el Chileno se le apareció al lado preguntándole si le regalaba uno, se tapó la cara con horror, mientras unos pocos nos reíamos. Otra vez Pamela, la petisa tetona, dijo a la profesora de Inglés que había pasado con el colectivo por al lado del lugar de un accidente, con patrulleros y una ambulancia, y que había visto un cuerpo manchado con sangre, postrado al lado de una moto. El Chileno se paró con urgencia y los ojos bien abiertos, y preguntó donde había sido eso, y preguntó a la profesora si podía salir a hacer algo importante. Si pescaba a alguien mirándolo, le guiñaba el ojo o le sacaba la lengua lascivamente. En los recreos gustaba de tomar elementos de los demás y pasárselos por abajo de los calzoncillos, y en clase esperábamos con ansia el momento en que esa lapicera era llevada a la boca, mordida, chupada. Entonces era imposible no tentarse, no dar y recibir codazos en las costillas, ante la incomprensión del resto.

Héctor era más tranquilo, odiaba los deportes y parecía tener un desprecio por el mundo adolescente en general, como si él fuese un adulto, como si él hubiese estado obligado a serlo desde hace tiempo. Trabajaba en el kiosco de revistas de su padre, íbamos a hacerle compañía de vez en cuando a fuerza de ajedrez, mate y pedirle prestado alguna revista para hojear (nunca para llevar a casa). Su condición de presidente del Centro lo llevaba a ausentarse de clase con frecuencia para atender distintos asuntos, y los profesores no le decían nada porque sus notas siempre iban por encima de lo necesario. Se sorprendió cuando le dije que había leído el Leviatán de Hobbes, y se rió mucho cuando le dije otras cosas que había leído, como Jorge Bucay y Paulo Coelho. Le dije que no tenía mucho para elegir en mi casa, y me ayudó con la bibliotecaria para poder llevarme cosas fuera del colegio. También me pasaba algunos textos sobre política, la mayoría sobre marxismo y anarquismo, pero también sobre filosofía e historia. Le gustaba escucharme sacar conclusiones, por momentos parecía sacarlo de su aburrimiento. A medida que iba ganando su confianza, deslizaba su humor ácido en voz baja, entendía sus pensamientos con miradas o gestos leves de indicación, muchos eran para remarcar las maneras nefastas en que los profesores manejaban el poder que tenían, lo inútiles que eran las clases en sí. Héctor decía aprender más escuchándonos a nosotros que a los profesores, y eso no era necesariamente un elogio para sus amigos. Una vez discutimos porque yo dije que todos somos libres de elegir, siempre. Él decía que en ciertos momentos de la historia fue imposible elegir, como en la dictadura. Yo puse ejemplos como el de William Wallace en Corazón Valiente, y él dijo que películas como esa eran productos del sistema liberal-capitalista para alimentar la ilusión de la libertad ante la injusticia, perpetuando esta última. Yo dije que si me apuntaban con un arma, aún era capaz de elegir, y él dijo que eso era mentira, como si a mí me faltase todavía entender la gravedad de una situación así.

Al principio yo viví de hacer imitaciones improvisadas, pero eso no podía durar mucho tiempo. De Daniel aprendía a estar mas seguro de las cosas que decía, o en todo caso aparentarlo. De Marcos a usar en mi favor el rechazo que pudiese generar alguna actitud mía, transformando equívocos en risas. De Héctor a tratar de mirar siempre un poco mas allá de la escena, de entender el esquema en las situaciones y predecir el siguiente movimiento. Pero mi principal recurso se volvió esperar el momento exacto para rematar situaciones con una frase. Me constaba contar chistes, la presión de que lo último que vaya a decir tenga que ser gracioso me sobrepasaba, pero con mis remates lograba por un momento captar varias cosas a la vez y darles un sentido. Eran actos completamente originales, en el sentido de que no había guión que marcase esa línea a decir, que sin embargo venía de lo más profundo de mí, como un rayo que me obligaba a abrir la boca y recibir las risas, a veces generales, y a veces mas restringidas. Eran momentos dorados, en los que me sentía capaz de todo, en los que me parecía que el destino me tenía reservado para decir esas palabras en ese momento y lugar, para hacer reír. De repente todo tenía sentido para mí, como si el curso fuese una gran comedia y yo estuviese llamado a representar un papel.

Melina tenía el pelo negro, largo y lacio, tapando la mitad de su diminuto torso. Sus rasgos eran una mezcla de árabes con europeos, su ascendencia, como la mía, debía ser portuguesa por su apellido, Castelo. Escuchaba todas nuestras conversaciones, la veía de espaldas encorvar los hombros o tirar la cabeza para atrás al soltar una carcajada, incluso golpear la mesa con fuerza. Cada vez que hacía reír a Melina, me anotaba un punto.  Y cada vez que Melina reía, yo tenía que saber la causa, incorporarla para mis intervenciones. Cada día era un avance en mi conocimiento de lo que a ella le hacía gracia. Tanto los planteos de Daniel, como las salidas del Chileno o mis remates la tentaban, pero mientras que en ellos dos era un efecto entre otros, para mí se fue volviendo cada vez más en una meta precisa. Hubo veces en las que me conformaba con un murmullo solo quebrado por esa risa demoníaca, o con verla sonreir un poco y decirle algo a su compañera de banco, Alejandra. A veces fallaba y percibía su disgusto, y me aseguraba de no repetir el error. Sentía que iba encontrando sus puntos sensibles, calándola, adquiriendo cierta clase de poder sutil sobre ella, poco en comparación al que tenía su risa sobre mí. Nulo, irrisorio al que empezó a tener cuando empezó a voltearse hacia mí al reirse, mirándome. Sus ojos eran oscuros, mucho más que los míos. Me tenía.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien, ya los leí todos, me gustan. Tenes que seguir la historia nomas ;). (qué va a pasar con la chica de la risa malvada...)


(el 10 igual, no sé, masomenos).