lunes, 12 de diciembre de 2011

El polimodal (18)

 Faltaba poco para empezar las clases, y me sentía como un avión en el hangar. Como un corredor esperando el disparo de largada. Porque siempre que veía a los pibes tenía esa sensación de que algo iba a pasar. No importaba qué hacíamos o dónde nos juntábamos, tenía esa seguridad de que pasaría algo único que haría que el día valiese la pena, que fuese irrepetible. Siempre surgía una palabra clave nueva, alguna anécdota se agregaba a la lista que se iba haciendo más larga, algún nuevo desafío era aceptado. Nuestro equilibrio se basaba en el mismo principio que esos adornos de escritorio que no paran de balancearse. Un movimiento continuo. Estar juntos era como entrar en una forja. Con cada día, con cada nueva demostración de lo que éramos capaces, todos íbamos pasando más a una forma potenciada de ser. Alentándonos, conteniéndonos mutuamente, pero también lastimándonos, desafiándonos. Todo era parte de la retroalimentación, y estaba claro que éramos parte de algo. Porque pasar tiempo juntos era ir formando un pensamiento común, un entendimiento de base, tomar posición acerca de muchas cosas. No había tema que no pudiésemos tocar. Incluso cosas sobre las que yo no sabía nada, sobre las que aprendía a los tropezones, diciendo cosas sin fundamento, exponiéndome al ridículo. Al otro día, después de averiguar en la biblioteca, o de meditar sobre el asunto en casa, me rectificaba o me reafirmaba, según hubiese tenido la razón o no. Pero no se trataba solo de eso, sino de saber sostener una posición, por más errada que sea. Hacia adentro, pulíamos esas divergencias, profundizándolas todo lo posible. Hacia fuera, éramos una máquina de guerra, haciendo muy difícil sostener una posición frente a nuestros recursos. Podíamos usar la lógica y los hechos. Lo básico. Pero también podíamos usar silogismos, inventar sucesos históricos, anunciar falsos adelantos científicos. A veces alcanzaba con ridiculizar al oponente, en ese sentido teníamos claro que la falacia ad hominem funcionaba muy bien.

La buena noticia al empezar el año fue que ninguno de los varones del otro grupo logró pasar de año. Eso nos convertía en los dueños incontestables del destino del curso. Porque de haber sido por las mujeres, todo habría sido mas o menos estudiar y chusmear. Nosotros éramos inmaduros y queríamos llamar la atención todo el tiempo. Nosotros atentábamos sistemáticamente contra la tranquilidad, la paz nos sacaba de quicio, y por eso éramos capaces de alterar las cosas. Nuestro curso era una aplicación a escala de un principio histórico mayor, el de que el cambio viene casi siempre por el infantilismo masculino, por su arrogancia, por su capricho. Así lo teníamos asumido. Íbamos hacer de 3º 6º un curso que fuese recordado por años.

No mentiría si dijese que las mujeres estaban a la expectativa de con qué íbamos a salir. Ya en la primer semana, Daniel dijo que la del duende había quedado en el pasado. “Necesitamos una pirámide” dijo. Cuando volvimos del recreo, las sillas y las mesas habían sido puestas en un semicírculo, mirando hacia el pizarrón. Y en el medio, las mochilas de todos formaban una montaña.

El Chileno dijo que todas las mujeres del curso tendrían sexo con él, y que caso contrario encontraría la forma de que eso fuese cierto de alguna manera. No pasó un mes antes de que frotara el lápiz de Pamela con una servilleta arrugada que trajo de su casa, y todos sabíamos lo que eso significaba. Temí por Melina y sentí un escalofrío.
Héctor armó una carpeta compilando textos con cosas que creía que teníamos que leer. Manifiestos ideológicos de varias clases, fragmentos de discursos políticos, diálogos filosóficos entre pensadores o entre personajes de ficción. Incluso un catálogo de películas que teníamos que ver juntos. Nos hizo una copia a cada uno, anillada y todo, con espacio al final para tomar notas.

La verdad que yo no había pensado en nada, yo solo sabía que iba a ser un año fuera de lo normal. En los primeros días, unos de contable interrumpieron la clase de historia para anunciar que ellos iban a publicar la revista del colegio. Iba a salir 5 pesos y lo recaudado iba servir para financiar el tradicional viaje de fin de año “vamos a la frontera”, en el que se ayudaba a algún pueblo necesitado del noroeste con ropa y comida. Y no fue muy original de mi parte, pero ese día dije:

-Tenemos que tener nuestra propia revista.
-Lo recaudado sería para beneficio de… ¿Nosotros?- dijo el Chileno.
-Copas de cristal para tirar desde el techo del colegio. O alguna obra de un pintor medio pelo, comprarla y prenderla fuego. En frente de su casa- dijo Daniel.
-Capaz podríamos hacer un viaje también- dije-. No sé adonde, pero no al Norte, no quiero Mal de Chagas y desnutrición.
-Tengo un conocido que podría hacernos las impresiones a buen precio- dijo Héctor-. Pero igual necesitaríamos algo de plata.

Hicimos unos bocetos de las secciones, pero era verdad que sin plata nada se podía hacer. El Chileno trabajaba con el padre en una tornería, y Héctor seguía con el kiosco de revistas. Pero Daniel y yo no teníamos nada. Nos enteramos de que el Parque del Tigre tomaba menores de los colegios para hacer pasantías, y parecía que no pagaban tan mal. Así que fuimos a llenar la solicitud. Nos llamaron y había mucha gente del colegio en la fila para la entrevista, la mayoría no quedó. A Daniel lo tomaron para la parte gastronómica, igual que a Antonella. A mí me tomaron como guía de grupos de cumpleaños. A Melina para operar juegos de chicos.

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