martes, 20 de diciembre de 2011

El polimodal (19)


El parque abría sábados y domingos. Mi tarea era esperar en la entrada al grupo designado, generalmente de 15 a 20 chicos de entre 7 y 13 años (acompañados de algunos padres), para guiarlos por los juegos según un diagrama mas o menos improvisado pero que terminaba siempre en un gran comedor, donde todos los grupos comían y le cantaban el feliz cumpleaños a algún nene o nena de papá. Tenía que estar pendiente de que nadie se lastimara, de negociar constantemente con los que se portaban mal, mi peor terror era que algún nene se perdiera por ahí en medio de la marea de gente, y de alguna forma me sentía bien teniendo esa responsabilidad, por estresante que fuera. Odiaba el uniforme, un pantalón caqui con una remera azul que me quedaba grande, zapatillas de lona. Pero tener ese dinero ya no solo era necesario para la revista, sino para comprarme algo de ropa, para escapar de las extorsiones de mi madre, no tener que pedirle plata para todo y no depender de su generosidad para salir.

Cubría mis gastos, eso era algo que ya no podía echarme en cara, haciéndome sentir como una sanguijuela. Y cuando a fin de mes se terminaba la pasta de dientes, el papel higiénico o no había plata para comprar leche, y sabiendo perfectamente que en la primera semana se había gastado en pelotudeces (como esos viajes innecesarios en remis o esas cremas que se acumulaban en su cómoda), yo iba y sin decir nada compraba. Cada vez que lo hacía sentía un regocijo muy intenso, una extraña plenitud, en el fondo una pequeña venganza contra el orgullo de mi madre. “Ay, gracias hijo…” decía, como si mi ayuda viniese del cielo. Yo asentía con una sonrisa. Se fue dando cuenta de que no era tan simple, empecé a hacer comentarios agrios en el momento exacto en que la veía a punto de hacer esos extraños gastos de principios de mes, como si yo tuviese derecho a opinar sobre la economía de la casa. Eso realmente la sacaba de quicio, y como yo aparentaba ser razonable y preocupado,  y como ya no podía amenazarme con no darme dinero para mis cosas, con el tiempo logré que a fin de mes no faltara lo básico.

En la semana veía a Melina en el colegio, que cada vez salía menos al patio en el recreo. No podía quedarme solo en el salón si los pibes salían, hubiese quedado en evidencia. Pero a veces volvía un rato antes de que sonara el timbre y ahí estaba ella. Si estaba Alejandra tenía que mantener equilibrada la conversación con ambas, pero sino podíamos hablar tranquilos. Cuando estaba solo, me acordaba de mis conversaciones con ella, repasando los momentos más intensos con deleite, sonriendo sin poder contenerme. También imaginaba líneas de diálogo distintas a las que habíamos tenido, cosas que ella o yo habríamos podido decir, réplicas posibles para los momentos en que ella me dejaba sin saber qué decir. También pasaba que se me ocurrían cosas aisladas para meter en algún momento, algún juego de palabras, alguna metáfora indecente pero rebuscada, decepcionar a Melina no era una opción. Pero con ella, como con los pibes, también tenía esa sensación de que al hablar con ella algo único iba a pasar. Porque no importaba cuantas cosas hubiese imaginado yo en soledad, nuestras palabras siempre tomaban aguas rápidas, un camino imprevisible en el que cada paso alumbraba el siguiente, en el que mis pensamientos y los de ella entrechocaban continuamente, en un duelo de ingenio y temple con el que los dos nos hacíamos cada vez más agudos. Y en el fondo me sentía un miserable, porque mientras yo invertía gran parte de mi tiempo pensando en esos encuentros, contemplando posibles escenarios para aumentar mis recursos, estaba completamente seguro de que ella no lo hacía, de que le alcanzaba simplemente con ser como era. Yo sentía que si Melina no decía nada, era porque no había nada para decir, y que si yo no decía nada, era porque mi imaginación se había quedado corta.

Los fines de semana en la veía en el Parque. Si el grupo que tenía ese día era de nenes muy chicos podía llevarlos a su sector, donde ella podía estar manejando el carrusel, la pista del trencito y cosas así. Entonces ella podía verme hacer de niñera y reírse de mí. También podía verla en el comedor, cuando entre grupo y grupo me hacía espacio para comer o tomar algo y coincidía con su descanso. El comedor era muy parecido a esos que se ven en las películas yanquis de la prisión, mesas largas en las que se juntaban grupos más o menos cerrados. Como muchas veces estaba acompañada, yo me sentaba a comer solo haciéndome el que no la había visto, esperando que ella viniese con su bandeja a buscarme pelea. A veces lo conseguía, a veces no.

Podía pasar que coincidiese con Daniel, pero su sección tenía mucho más personal y mandaba a varios al descanso a la vez, por lo que él siempre estaba con un grupo de gente. Daniel siempre lograba imponer sus condiciones a quienes lo rodeaban. A la mayoría caía simpático porque sabía qué decir y cómo para agitar las aguas y tornar una conversación aburrida en carcajadas. Lo que siempre pasaba era que alguien se mostrara receloso de él, que no lo tragara y que, sin enfrentarlo directamente, intentara boicotearlo. Esa clase de persona era perfecta para él, porque la tomaba de punto, utilizándola para hacer reír a los demás. En el caso de los varones podía ser un tipo desplazado del centro de atención o el eterno amigo de alguna chica que andara atrás de él. A las mujeres lindas las trataba como si no fueran la gran cosa, y ellas estaban tan acostumbradas a seducir con solo vestirse bien y sonreír que se volvían locas por llamar su atención. Así se exponían más y más, y como un cazador que no ataca al animal hasta que está lejos de su cueva, Daniel las dejaba ir más y más lejos. En el Parque no le convenía exponerse mucho por Antonella, y eso le generaba el inconveniente de que le hiciesen propuestas muy evidentes para transar. Salvaba su orgullo retrucando fuerte, con frases como “¿Entonces da para un pete?”, de tal manera que sus pretendientes no podían aceptar sin dar mucho más de lo que esperaban, pero sonreían al recular, como si lo estuvieran considerando. Daniel me contaba sobre esas situaciones. Yo le hacía observaciones, y como él veía que yo entendía la complejidad de muchas cosas en sus manejos, me daba más detalles y analizábamos en conjunto el camino a seguir. Una vez me presentó a sus compañeros y me senté con ellos, pero yo prefería estar solo por si Melina venía.

A veces yo iba para su casa a la tarde, cuando no tenía nada para hacer. Su familia ya me conocía. También íbamos al kiosco de revistas de Héctor y llevaba un ajedrez de tablero magnético, de esos que se pliegan con las fichas adentro. Hacíamos ganador queda, pero yo nunca podía ganarle. Pero esa vez jugamos en la vereda de su casa, tomando gaseosa. No importaba si jugaba con blancas o negras, el resultado era el mismo. Mi único progreso era que las partidas durasen cada vez más tiempo, me iba defendiendo mejor. Mientras jugábamos hablábamos de muchas cosas. Una vez se la compliqué y el partido duró más de lo normal. Entonces me dijo que me iba a marcar mis errores de juego.

-Te preocupás mucho por la defensa. Cuando yo saco mis peones al centro, vos movés el peon-caballo del rey para ir preparando el enroque.
-Ahá.
-Como sé que estás tan preocupado por esconderte, voy al ataque de lleno. Me ubico de tal forma que tu esfuerzo sea al pedo. Pocas veces hago mi enroque porque no lo necesito ¿Entendés?
-Pse.
-O sea tus piezas siempre están protegidas, pero llega un momento en que hay que abrirse paso y sacrificar algunas, para abrir huecos en la defensa del otro. En esos cambios siempre salgo ganando, porque como estoy dispuesto a sufrir pérdidas, los hago con iniciativa. Yo decido cuando me conviene perder un caballo para que pierdas un alfil, o cuando puedo permitirme perder un peón para ganar una posición útil.
-Me cuesta aflojar las piezas, y las termino perdiendo igual.
-Las terminás perdiendo igual ¿Te das cuenta?
-Se.
-Y nunca, nunca tenés que resignar el centro del tablero, ahí es donde se define todo. Si yo abro moviendo el peón-dama al centro, vos tenés que hacer algo para pararlo. Y si yo muevo otro para apoyarlo, lo mismo. No pelear esa zona es un suicidio, por más bien que protejas al rey.
-Claro.
-Te defendés bien, pero te atrincherás tanto que no es necesario que yo me cuide, eso hace que mi ataque gane siempre. Podés jugar a la defensiva, porque se puede, pero para eso tenés que saber atacar también.

Desde ese día nuestros partidos fueron cambiando. Estaba claro que me costaba atacar, y tropezaba mucho con errores torpes, perdiendo incluso más rápido que antes. Pero con el tiempo lo iba entendiendo mejor. Empecé a aceptar los sacrificios de piezas con rapidez, desconcertando a Daniel. Cuando esas tormentas de cambios tenían lugar el tablero se despoblaba rápidamente, y eso me gustaba porque de repente todo era más simple y quedaba manifiesta cualquier ventaja. Una vez logré hacer tablas. Otro día tuve chance de jaque mate pero no la vi a tiempo, me la marcó Daniel después de ganarme, reubicando las piezas. Otra vez tuve un final de reina contra su rey y me sacó tablas. Daniel dijo que nunca tenía que confiarme de las ventajas, seguir jugando como si estuviésemos mano a mano. De todas las veces que jugamos solo le gané un par. Empecé a pensar que mi manera de jugar estaba muy relacionada con mi manera de hacer las cosas en general, como podía ser en mi necesidad de no quedar mal nunca con Melina. Cuando veía a Daniel siendo guaso con una mina, pensaba “pierde piezas, pero ahora ella sabe que si le dice algo picante no puede decir que es inocente, así que cuando eso pase Daniel va a poder avanzar sin temer un rechazo”. Y cuando veía a Daniel en medio de un grupo siendo el centro de atención, o incluso haciendo chistes sobre otra persona con tal de seguir siéndolo, entendía que él no podía resignar esa posición de ninguna manera, intentando manejar su destino y el de los demás.

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