Heridas. Repartidas tiene llagas Argentina sobre su piel, heridas que sangran. No a chorros ni a borbotones, sino como una grieta por donde el agua se filtra en la piedra. No como surtidores pero si como un drenaje por el que se escapa un goteo incesante. Adolescente en protesta muere a manos de patota mercenaria, jubilada muere al resistirse a un asalto, muere el policía que intenta frustrar una salidera, muere el motochorro al chocar cuando huía a toda velocidad. Muere un niño de hambre en el interior, no sale en ningún diario, pero muere. Muere embarazada atropellada por borracho. El borracho huye y muere después, se suicida. La muerte a la vuelta de la esquina, desde siempre, ya sangraba Argentina cuando Roca decide despejar el desierto de sus improductivos pobladores, ya sangraba cuando los negros fueron carne de cañón, exterminados en el frente de guerra, y sangró cuando una generación fue presa del genocidio sistemático, secuestrada y torturada. La muerte siempre exhalando su aliento sobre almas atemorizadas, pero acostumbradas a que ella pueda en cualquier momento y sin dilación apoyar la funesta mano en su hombro. Con cada una Argentina pierde un padre, una madre, un hijo, la sangre corre a través de las rendijas hasta tocar la pared.
No obstante Argentina da señales de mejoría, se levanta como puede, camina lentamente y antes de poder abrir del todo sus ojos ya señala a quienes le robaron sus islas, cuando un general borracho envió a sus hijos a ocuparlas, desprovistos de cualquier posibilidad de plantar cara al contraataque pirata. Sus médicos de siempre, horrorizados, le piden que se acueste nuevamente, que duerma, sobre todo que duerma, que cierre sus ojos a lo que es sometida cada día por ellos, que en elogio de las prácticas más supersticiosas le hacen sangrados, le provocan con exactitud metódica nuevas heridas, para que no se recupere, para que no se levante, para que no sienta jamás que puede levantarse. Revisan sus papeles, cómo puede ser, tantos años de hermoso coma, otra vez quiere levantarse, pero ahora tendremos que ser más sutiles, habremos de segregarle en sus venas algún veneno que socave en su cuerpo cualquier inicio de voluntad, inducirle una nueva crisis, y entonces volverán los buenos tiempos, porque morir no queremos que muera, necesitamos su sangre. Pero no puede levantarse, no señor: Argentina ha sido, es y será el escudo de nuestros intereses, el arcón del que siempre podremos sacar más, a costa del hambre, de la violencia y de lo que sea, por nuestro señor Jesucristo amén. Los médicos asienten con seriedad, no hay que permitirlo, pero Argentina camina otra vez por los pasillos y los ve, comienza a entender lo que están tramando, como si recordase haberlo entendido antes, como si en algún momento hace años también hubiese querido caminar y entonces la hubiesen maniatado en su camilla, dándole shocks y extrayéndole su preciada sangre. Si, ellos otra vez afilan el bisturí y los colmillos, ella lo sabe, desde el final del pasillo los mira, dispuesta a hacerles frente. Argentina pronto llama la atención de otros pacientes, que como ella renuevan sus fuerzas, muchas de sus heridas siguen abiertas, pero otras van cerrándose, algunas costras se caen dejando en su lugar una cicatriz. Los médicos la acosan con informes de su salud, donde dicen que no tiene fuerza, que es mejor acostarse, que les haga caso, que es por su bien, y a veces ni siquiera, le dicen que no tiene derecho a levantarse, que le corresponde cerrar los ojos y callar, seguir sangrando para ellos. Argentina se revuelve y reparte imprecaciones, hace memoria, vos eras el que elegía el sedante, vos me ataste las muñecas, vos me pusiste la inyección, vos me violaste mientras yo tenía convulsiones. Los médicos están rabiosos, y ésta que se cree, que se piensa. Pero los sexagenarios médicos, verdaderos dinosaurios, ya no pueden con ella, intentan convencer al personal auxiliar para que la sometan. Ellos, que siempre siguieron las órdenes sin rechistar, ahora titubean, dudan, recuerdan todas las veces que su conciencia se resintió por participar de esa violencia, de callar, de mirar para otro lado cuando escuchaban los gritos de Argentina arrastrada hacia la sala del quirófano, vieron a los médicos llenarse los bolsillos mientras un espantajo de patillas largas le cortaba con tijeras sus cabellos de oro a una Argentina inconsciente. Y mientras tanto Argentina sangre, sigue sangrando, y los médicos quisieran pintar las paredes con su sangre, llenar el hospital entero con su sangre, para convencer a todos de que no puede ser, que se tiene que acostar, sacuden en alto sus papeles, análisis de nivel de glucosa en sangre, colesterol alto, presión alta, influenza, cáncer dice uno, viva el cáncer dice otro, viva la sangre dice el más viejo, mientras todos se mantienen a salvo de cualquier salpicadura, de cualquier manchita, jamás la sangre los toca a ellos, erigirían muros si fuese necesario para estar a salvo de la sangre.
Argentina, dejando un rastro de pisadas rojizas, habla con los otros enfermos, ata cabos sueltos, estrecha alianzas, no nos van a poner en cama de nuevo dicen, y su palidez de antaño va dejando paso a un tono más lozano. Cuando los médicos traen a un cirujano de renombre internacional especializado en extirpaciones (lobotomías quizás), entre todos los pacientes sacan a patadas al cirujano, que sube de vuelta a su avión y se vuelve a su casa, contrariado, le corrieron el arco, como si su padre le hubiese instruido con técnicas en desuso. El hospital ya no parece un hospital, ya no aloja a enfermos crónicos, mas bien a individuos con dolencias diversas pero con francas señales de recuperación, comparten experiencias, los más avezados en el horror advierten a los menos versados de los peligrosos médicos, que no dejan de rondar por los pasillos, acechando, siempre con sus informes, con ese porte de profesionalismo y sentido del deber, detrás del cual ya pocos no ven la ambición de poner a Argentina y a todos los pacientes de nuevo a su merced, ellos mismos no son sino mercenarios, que muy a gusto les pasa una generosa comisión.
Argentina ya asiste a eventos públicos, tiene pretendientes que no dejan de advertir heridas en su piel, pero con cada día la ven mejor, todas tienen miedo de no aprovechar la oportunidad de invertir en ella sus esfuerzos antes de que otro lo haga. Argentina, que antes ni siquiera podía dignarse de fregar el piso del salón de recepción, y que en vez de levantar la voz sólo dejaba oír un quejido ahogado (frente a la mirada satisfecha de sus doctores, que habiéndola exhibido así la volvían a dormir), ahora se sienta en la mesa de los 20 comensales mas importantes, y ella sangra, todavía sangra, pero muchos en esa mesa sangran también y otros tienen las manos manchadas de sangre. Argentina hace sentir su voz, y ahora, como al principio, apunta directamente con el dedo a quien le debe sus islas, algunos de los 20 ya le dan la razón. Argentina ya no confía en sus médicos, que desesperados apelan a cualquier recurso que les permita sentir cercana la posibilidad de dormirla de nuevo, día a día pierden el respeto de sus auxiliares, algunos directamente los ignoran y otros ya se interponen entre ellos y Argentina, cada vez que ella baja una escalera. El terror de los médicos se hace monstruoso cuando algunos de sus predecesores más venerados son llevados a un calabozo por orden de Argentina, que con cada día recupera más la memoria, se hace consciente de quién y por qué la sometió, la sangró, la torturó, la violó y la saqueó. Ya retirados de su ejercicio, y amparados en por el cumplimiento de lo que llaman deber, estos carniceros habían logrado su impunidad, y muchos otros aún escapan al yugo, hasta mueren impunes algunos, pero el miedo se extiende, esta hija de puta nos va a hundir a todos, hay que aplastarla antes de que sea demasiado tarde, dicen los médicos.
Un día Argentina inesperadamente sufre una descompensación, algo se ha perdido en su interior, una nueva herida se abre en el pecho de Argentina, de sus ojos caen lágrimas, los ojos de los médicos en cambio brillan, por fin pierde su fuerza dicen, éste es el momento, la sala de los médicos es una fiesta, con los globos, las prostitutas y la música alternan conciliábulos, donde intentan ponerse de acuerdo en cómo repetir el proceso de siempre, Argentina cayendo de nuevo, Argentina encadenada para siempre. Es como si algo irremplazable se hubiese ido de Argentina, desapareciendo. Pero así como esos corpúsculos eléctricos que son las neuronas al perderse no pueden recuperarse, el espacio que una de ellas deja permite a las restantes aumentar las conexiones entre sí, asimismo es como si Argentina estrechase los lazos que la componen, y sin dejar de llorar Argentina sigue caminando, sus compañeros la abrazan y sorprende a los médicos en medio de su fiesta, que no salen de su estupor, uno de ellos apenas alcanza a recoger un informe del piso para repetir la consabida fórmula: es hora de descansar. Pero Argentina ni siquiera les replica, se da vuelta y camina, cada día está más entera, como si haber perdido algo en lo profundo de sí le hubiese permitido despertar una fortaleza inusitada, como si su sangre hirviera, esa sangre que todavía mana de ella, pero que ya puede pensarse que un día no muy lejano deje de hacerlo, lejos de los que quieren que vuelva a ser esclava impasible ante el saqueo y el horror, ante la muerte de sus hijos. No podrán con ella, nunca más podrán.
0 comentarios:
Publicar un comentario