Entre las réplicas punzantes, la dramatización de escenas supuestamente típicas de barrio, los diálogos de los Simpsons aplicados a niveles estrafalarios de la vida, y los impulsos de histrionismo, algo se iba formando entre nosotros cuatro. No paso mucho tiempo para que hiciéramos camarilla, nos cubriéramos mutuamente en todo momento y nos entendiéramos con una mirada. Nuestras bromas se iban haciendo más crípticas, un encadenamiento de códigos que nos separaba del resto, provocando una reacción hacia fuera y otra hacia adentro, incluso cuando en ambos casos se tratara de carcajadas (porque nosotros sabíamos el verdadero significado).
En algún momento fue que empezamos a hacer cagadas. Al principio nada importante, frases inconexas en el pizarrón que los profesores borraban desorientados, ruidos ventrílocuos durante la clase, peleas simuladas. Y después, empezó de verdad, porque ya eran operaciones con un procedimiento estipulado de antemano.
“El duende”: si en un recreo veíamos que todos se iban del salón, volvíamos para intercambiar todos los útiles de las mesas, sin que faltara nada. Era anunciada casi siempre por Daniel con una risa de nene diabólico. Mientras que en la 1º vez hubo revuelo, con cada repetición todos en general terminaron aceptándolo, resignándose a mirar buscando sus útiles en las mesas de los otros.
“Veneno”: sacar un objeto de una mochila para ponerlo dentro de otra. Descubrimos que funcionaba mejor con mujeres, surgían más conflictos y sorpresas antes y después de la “confesión” y también era sorprendente atender a la conducta de la que demoraba el momento, con creciente angustia. Más de una vez el objeto nunca volvió a su dueña original. Era mi preferida, requería estar atento a las enemistades y tensiones entre ellas, se anunciaba con un alarido de mono.
“Vómito”: dejar escupidas en cada una de las sillas (las sufría el turno tarde). Esa le gustaba al Chileno, la pedía haciendo una arcada forzada varios minutos antes de salir para que juntemos saliva, sobre todo si alguno de nosotros tenía flema. Después de la 4º vez la directora vino a hablar al aula preguntando qué nos pasaba a los varones, sin saber si culpar a un grupo o al otro, incluso derramó unas lágrimas. Ese tipo de cosas nos fortalecía mucho.
“Sarcófago”: Una palabra rara era elegida mas o menos al azar, y después tenía que ser incluida durante la lección oral, fuese individual o en grupo. Ideada por Héctor. Como al principio fue demasiado fácil, se agregó la complicación de sortear 4 papeles cuyo contenido debía mantenerse en secreto. En uno decía “gatillo”, en otro decía “disparo” (en los otros nada). El gatillo era encargado de hacer un chasquido con la lengua durante la exposición. El disparo tenía que incluir la palabra acordada durante los siguientes 10 segundos. La primera vez que el procedimiento completo estuvo listo, hubo que incluir la palabra sarcófago en medio de una lección sobre los menonitas.
Las operaciones en potencia fueron innumerables, muchas quedaron en la nada por impracticables o por falta de consenso en su mérito. No contaban las improvisadas colaboraciones que pudiesen surgir con resultados insólitos, porque no tenían un objetivo previo, o como decía Héctor, a priori. Además, fueron pocas las que ameritaron repetirse como para recibir un nombre. Héctor era el menos entusiasmado por las operaciones riesgosas, pero hacía de campana si era necesario. Daniel y Marcos ya levantaban sospechas por su conducta del año anterior, por lo que tenían que cuidarse de que nadie pudiese probar nada. Mi historial limpio y mi imagen de estudiante aplicado me daban el margen para absorber el impacto, al menos por un tiempo. Si había que robar algo de preceptoría, yo iba. Si había que distraer al profesor acercándome a su escritorio para tapar su vista de alguna situación, lo hacía.
Una de nuestras mejores guías para el éxito de una operación era el rechazo y la desorientación del otro grupo varón. Eran seis en total, y no tenían parecían tener idea de por qué hacíamos las cosas que hacíamos, ni de por qué nos reíamos tanto realmente. Las confrontaciones no faltaron, y estuvimos cerca de tener enfrentamientos a la salida porque ellos eran un grupo mas o menos unido, pero la verdad es que nunca pasó nada. De alguna manera nos tenían miedo, capaz entendían que estábamos un poco locos, o a lo mejor no sabían de qué eramos capaces y preferían no saberlo. Las amonestaciones por cosas como fumar en el baño o salir del colegio para ir al kiosco de enfrente a comprarlos tenía a la mayoría al borde de la expulsión, eso tampoco los ayudaba.
Muchas cosas que hacíamos estaban orientadas hacia nosotros mismos, como la pirámide de sillas que hacíamos sobre la de Héctor al entrar cada mañana, y que él desarmaba con la paciencia de un trabajo fabril, como la plasticola que a Marcos le gustaba derramar entera adentro de nuestras cartucheras, como las quemaduras en el pelo que Daniel nos hacía con el encendedor si nos agarraba desprevenidos. Como el apodo que me pusieron al estilo dadá y para el que tuve que inventar una historia: Palito. No sentíamos miedo, culpa ni rencor. En vez de eso, nos hundíamos en la fascinación del mal, de que alguien saliese perjudicado en beneficio de risas que hacían doler la panza, incluso si el perjudicado era uno. Cualquier rebeldía en ese sentido era imperdonable para cualquiera de nosotros, castigada de alguna forma que obligaba a aceptar el daño de entrada la vez siguiente.
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