Faltaba poco para empezar las clases, y me sentía como un avión en el
hangar. Como un corredor esperando el disparo de largada. Porque
siempre que veía a los pibes tenía esa sensación de que algo iba a
pasar. No importaba qué hacíamos o dónde nos juntábamos, tenía esa
seguridad de que pasaría algo único que haría que el día valiese la
pena, que fuese irrepetible. Siempre surgía una palabra clave nueva,
alguna anécdota se agregaba a la lista que se iba haciendo más larga,
algún nuevo desafío era aceptado. Nuestro equilibrio se basaba en el
mismo principio que esos adornos de escritorio que no paran de
balancearse. Un movimiento continuo. Estar juntos era como entrar en una
forja. Con cada día, con cada nueva demostración de lo que éramos
capaces, todos íbamos pasando más a una forma potenciada de ser.
Alentándonos, conteniéndonos mutuamente, pero también lastimándonos,
desafiándonos. Todo era parte de la retroalimentación, y estaba claro
que éramos parte de algo. Porque pasar tiempo juntos era ir formando un
pensamiento común, un entendimiento de base, tomar posición acerca de
muchas cosas. No había tema que no pudiésemos tocar. Incluso cosas sobre
las que yo no sabía nada, sobre las que aprendía a los tropezones,
diciendo cosas sin fundamento, exponiéndome al ridículo. Al otro día,
después de averiguar en la biblioteca, o de meditar sobre el asunto en
casa, me rectificaba o me reafirmaba, según hubiese tenido la razón o
no. Pero no se trataba solo de eso, sino de saber sostener una posición,
por más errada que sea. Hacia adentro, pulíamos esas divergencias,
profundizándolas todo lo posible. Hacia fuera, éramos una máquina de
guerra, haciendo muy difícil sostener una posición frente a nuestros
recursos. Podíamos usar la lógica y los hechos. Lo básico. Pero también
podíamos usar silogismos, inventar sucesos históricos, anunciar falsos
adelantos científicos. A veces alcanzaba con ridiculizar al oponente, en
ese sentido teníamos claro que la falacia ad hominem funcionaba muy
bien.
La buena noticia al empezar el año fue que ninguno de los
varones del otro grupo logró pasar de año. Eso nos convertía en los
dueños incontestables del destino del curso. Porque de haber sido por
las mujeres, todo habría sido mas o menos estudiar y chusmear. Nosotros
éramos inmaduros y queríamos llamar la atención todo el tiempo. Nosotros
atentábamos sistemáticamente contra la tranquilidad, la paz nos sacaba
de quicio, y por eso éramos capaces de alterar las cosas. Nuestro curso
era una aplicación a escala de un principio histórico mayor, el de que
el cambio viene casi siempre por el infantilismo masculino, por su
arrogancia, por su capricho. Así lo teníamos asumido. Íbamos hacer de 3º
6º un curso que fuese recordado por años.
No mentiría si dijese que las mujeres estaban a la
expectativa de con qué íbamos a salir. Ya en la primer semana, Daniel
dijo que la del duende había quedado en el pasado. “Necesitamos una
pirámide” dijo. Cuando volvimos del recreo, las sillas y las mesas
habían sido puestas en un semicírculo, mirando hacia el pizarrón. Y en
el medio, las mochilas de todos formaban una montaña.
El Chileno dijo que todas las mujeres del curso tendrían
sexo con él, y que caso contrario encontraría la forma de que eso fuese
cierto de alguna manera. No pasó un mes antes de que frotara el lápiz de
Pamela con una servilleta arrugada que trajo de su casa, y todos
sabíamos lo que eso significaba. Temí por Melina y sentí un escalofrío.
Héctor armó una carpeta compilando textos con cosas que creía que
teníamos que leer. Manifiestos ideológicos de varias clases, fragmentos
de discursos políticos, diálogos filosóficos entre pensadores o entre
personajes de ficción. Incluso un catálogo de películas que teníamos que
ver juntos. Nos hizo una copia a cada uno, anillada y todo, con espacio
al final para tomar notas.
La verdad que yo no había pensado en nada, yo solo sabía
que iba a ser un año fuera de lo normal. En los primeros días, unos de
contable interrumpieron la clase de historia para anunciar que ellos
iban a publicar la revista del colegio. Iba a salir 5 pesos y lo
recaudado iba servir para financiar el tradicional viaje de fin de año
“vamos a la frontera”, en el que se ayudaba a algún pueblo necesitado
del noroeste con ropa y comida. Y no fue muy original de mi parte, pero
ese día dije:
-Tenemos que tener nuestra propia revista.
-Lo recaudado sería para beneficio de… ¿Nosotros?- dijo el Chileno.
-Copas de cristal para tirar desde el techo del colegio. O alguna
obra de un pintor medio pelo, comprarla y prenderla fuego. En frente de
su casa- dijo Daniel.
-Capaz podríamos hacer un viaje también- dije-. No sé adonde, pero no al Norte, no quiero Mal de Chagas y desnutrición.
-Tengo un conocido que podría hacernos las impresiones a buen precio- dijo Héctor-. Pero igual necesitaríamos algo de plata.
Hicimos unos bocetos de las secciones, pero era verdad que
sin plata nada se podía hacer. El Chileno trabajaba con el padre en una
tornería, y Héctor seguía con el kiosco de revistas. Pero Daniel y yo
no teníamos nada. Nos enteramos de que el Parque del Tigre tomaba
menores de los colegios para hacer pasantías, y parecía que no pagaban
tan mal. Así que fuimos a llenar la solicitud. Nos llamaron y había
mucha gente del colegio en la fila para la entrevista, la mayoría no
quedó. A Daniel lo tomaron para la parte gastronómica, igual que a
Antonella. A mí me tomaron como guía de grupos de cumpleaños. A Melina
para operar juegos de chicos.
lunes, 12 de diciembre de 2011
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