sábado, 27 de agosto de 2011

El polimodal (parte 5)


No llovió mucho ese año. Y no podría decirse que fue un invierno realmente distinto a todos, pero no puedo olvidarlo. Cada vez que salía del colegio, doblaba la esquina con mis amigos, agarrando la calle Jujuy. Siempre buscaba alguna excusa para parar un ratito en la esquina, mientras veía a Patricia seguir derecho sola por Entre Ríos, haciendo una cuadra hasta llegar a Córdoba y doblar a la derecha. Retengo imágenes de cuando la veía caminar así: con sol, su pelo agitado por el viento seco, su bufanda roja y amarilla, su campera negra encima del guardapolvo blanco, su mochila pequeña; o nublado, con mejillas coloradas, pelo recogido, a veces mojado por el rocío, su mirada al piso, de regreso a lo que sea que soportase en su casa. Córdoba, la calle que hacia la izquierda, varias cuadras mas arriba, cortaba Tucumán, en la esquina de mi casa. Esquina en la que a veces me paraba, cuando necesitaba sentirme más cerca de ella, mirando hacia el fondo, para recordar que sólo me separaban 6 cuadras hasta su casa (las dos últimas en bajada, por eso ese barrio se llama el Bajo de Pacheco), para recordar que al día siguiente la vería de nuevo, y que entonces nos separarían apenas más que unos pasos. Podía salir a la esquina a la tarde, cuando se veían mas allá del bajo los terrenos descampados de la Radio Nacional, y mas al fondo los edificios blancos cerca del centro del Tigre. Podía ser a la noche, cuando el brillo del neón daba a las calles ese tono anaranjado que fascina a los noctámbulos, cuando los árboles pelados rasguñaban el aire y las hojas me hablaban de que Patricia dormía.

Córdoba era la calle que Juan había empezado a agarrar conmigo para ir a su casa, haciendo un leve desvío. Mis conversaciones con él constantemente recaían sobre el sentido de la vida, sobre estar enamorado, sobre la posibilidad de ser feliz. Él había llegado a pensar que de conseguir lo que quería con Sole, entonces habría sido mas infeliz que nunca, porque seguro se decepcionaría y después ya no tendría nada con qué ilusionarse. Yo me defendía de ideas de esa clase, no quería resignarme a ver en Patricia un espejismo, no podía aceptar que todo mi sufrimiento fuese en el fondo tan vacío. A mi favor estaba el hecho de que no importaba que dijera Juan sobre el amor, a la mínima llamada habría ido corriendo hacia Sole. Nunca me lo negó. El entendimiento con Juan llegó al punto de que nos alcanzara con intercambiar una mirada para transmitirnos pensamientos acerca de las cosas que sucedían en clase, a veces de melancolía, cuando Sole o Pato reían o respondían a un profesor en voz alta. A veces de acidez corrosiva, cuando alguna de las dos hacía o decía algo que las dejaba mal paradas, como si eso resaltara la falacia implícita en la imagen que teníamos de ellas. Aún cuando hubiésemos dado la vida por ellas, sin pensarlo.

Fueron tantas las veces que vi a Patricia alejarse caminando sola por Entre Ríos que empecé a tener una sensación de loop, de repetición de una secuencia interminable. En esos deja vú veía una nueva posibilidad desperdiciada de decirle todo lo que sentía, de terminar con mi angustia, de descubrir si yo le interesaba o no. Con cada día, empezó a tomar forma a su lado mi figura fantasmagórica, proyección holográfica de cómo sería ir caminando con ella por Entre Ríos hasta llegar a la Córdoba, hablando, riendo, demorando la despedida en esa esquina de direcciones opuestas, al principio con un beso en la mejilla, y después quien sabe. Así imaginé muchas maneras de encararla, en cada una veía errores que me erizaban la piel, al tiempo que me sentía a salvo por estar todavía en la antecámara de esa escena, por sentirme así como un viajero del tiempo que ensaya una y otra vez distintos futuros hasta quedarse con el mejor. Decisión que creí tomar cuando llegó Agosto.

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