Incluso cuando me levantaba pensando en que ese sería el día, siempre encontraba una excusa para posponerlo. Podía ser que la ropa que quería ponerme no estuviese limpia, que mi pelo se pusiese inmanejable o que durante la clase Patricia se mostrase inusualmente seria. Varias veces a la salida dejé ir a mis amigos, diciendo que necesitaba sacar libros en la biblioteca, para salir un minuto después y detenerme en la esquina, sintiendo que era el momento, y sin poder dar un paso más, mientras la veía alejarse. Otras lograba caminar hacia ella, pero de repente creía percibir una mala señal: una paloma que se posaba inesperadamente sobre una rama, un gato que no lograba saltar un paredón, o una ráfaga de viento que pegaba de costado, llevándome de vuelta por Jujuy. Si Juan venía conmigo ese día, me esperaba a mitad de cuadra, sin decir palabra.
No siempre, pero a veces podía saludarla con un beso de mejilla, más que nada cuando estaba en grupo. Entonces podía dárselo como a una chica entre varias, sin miedo a quedar en evidencia. A la salida podía pasar también, en la esquina que siempre nos dividía. Parecía mentira estar así de cerca de darle un beso de verdad, y recogía un placer tan impune en ese instante, que por miedo a que se diera cuenta resignaba muchas ocasiones de hacerlo.
A veces me enojaba con ella, me mostraba molesto con todos en clase y salía solo, directo hacia mi casa, a despecho de cualquier posible iniciativa que ella pudiese tener. No podía evitar pensarla caminando detrás de mí, apurándose para tomarme del brazo y preguntarme qué me pasaba. Posibilidad que se hacía absurda cuando hacía una cuadra, llegando a la plaza. En vano me detenía un momento en la esquina, aprovechando el bebedero de la heladería.
Cesar gustaba de Débora, aplicada y cortante, por momentos agresiva, tenía un peinado que (especulábamos) la madre debía hacerle todas las mañanas. Sus chances no parecían mayores a las mías. Sole ignoraba completamente a Juan, una vez incluso se rió en voz alta cuando Natalia lo mencionó en una conversación. Carlos y Ezequiel la zafaban, siempre parecía irles bien y nunca se enganchaban con nadie. “Lo que pasa es que vos pensás demasiado” me decían. Pero estar en el colegio era muy distinto a ir a bailar.
En un boliche el alcohol anula la capacidad de pensar bien, entonces la cabeza agarra el primer salvavidas que encuentra, las decisiones son rápidas, actuar por impulso se vuelve lo mas lógico. La música está tan alta que reduce las conversaciones al mínimo, todo tiende a resolverse con miradas, alguna frase, un gesto, bailar un tema o dos. La oscuridad y la cantidad de gente hacen que uno pueda enfrentar muchos fracasos como si fueran el primero, incluso a pocos metros de distancia (algunos se dedican a tocar los culos de todas las que pasan en fila). Pero la oscuridad, también hace que las personas se vean mejores de lo que son.
La tarde del viernes 31 de agosto de 2001, en la esquina de Jujuy y Entre Ríos, no tenía oscuridad, ni música, ni un tumulto de gente donde esconderse en caso de una derrota. Salimos temprano, había faltado la profesora de inglés. Todos se habían ido, y Patricia se quedó hablando conmigo en la esquina. No había sol, mala señal, pero reíamos. En mi cuaderno de comunicados yo había puesto “Sres padres: la profe faltó por borracha que es, nos vamos a la mierda…” y la preceptora como nunca leía nada lo había firmado igual. Y entonces se lo dije. Todo.
lunes, 5 de septiembre de 2011
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