Las primeras semanas fueron difíciles. En casa nadie se levantaba a
las 7 excepto yo (papá salía de casa a las 6), y apenas desayunaba algo
mientras ponía la tele de fondo. Hacía el mismo camino que antes,
encogiendo los hombros por el frío de la mañana, con mi cabeza todavía
entumecida por el sueño.
Me sentaba solo, adelante, y
durante el recreo me quedaba en el salón, dormitando con la cabeza sobre
la carpeta. En clase no intervenía, y si los profesores preguntaban
algo me contenía, esperando que alguien respondiese en mi lugar. Solo
participaba si me lo pedían expresamente. Entonces sentía que todos me
miraban, y yo quería desaparecer, no existir para nadie. A la salida me
cruzaba con los de la tarde, así me enteré de que todos los varones
repitieron menos César. La primera vez que crucé a Patricia, en la
escalera de la entrada, se me quedó mirando como a un fantasma, me
saludó y no supe que decirle, antes de que la marea de gente se pusiera
entre nosotros.
Pasado el mediodía llegaba a casa, si no
había cruzado a Fede en el camino lo veía entonces, terminando de
cambiarse. Mamá podía no haberse levantado, la otra posibilidad era
verla saliendo del baño en camisón, a lo sumo cocinando algo. Con la
tarde libre, me dedicaba a leer cualquier cosa que encontrase en casa:
en los estantes del living había algunas novelas, en el escritorio de
Emiliano había fotocopias de la facultad sobre política y derecho, y en
la cajonera de Hernán había una caja de lata llena de cartas de las
chicas con que estaba o había estado.
Fue recién pasado
un mes que hubo que hacer grupos para trabajos prácticos, y ahí conocí a
los pibes. Daniel, un flaco de ojos claros, su voz ya me era familiar
por escucharlo putear y hacer chistes a costa de cualquiera (fuese
amigo suyo o no). Marcos, alias el Chileno, le gustaba hacer frases
morbosas para quedar como un enfermo. Héctor, presidente del Centro de
Estudiantes, nunca se exaltaba demasiado y siempre parecía saber más
que todos sobre todo: política, música, cine. Juntarme con ellos se
hizo costumbre, empecé a sentarme con Héctor. Al principio me aceptaron
por mi capacidad de redacción para las respuestas, a mí me encantaba
hacerlo porque en ocasiones se trataba de resumir los puntos en común a
partir de discusiones acaloradas entre ellos, de a poco iba
interviniendo también. A veces los enunciados finales no tenían mucho
que ver con lo que la actividad pedía, pero no importaba, era divertido
hacerlo así. Para conversar con ellos era necesario tener algo de
imaginación, capacidad de réplica instantánea, conocimiento óptimo de
los capítulos de los Simpsons, y no estar pendiente de quedar bien con
las mujeres. Para ganar una discusión valía cualquier cosa, y tener
razón no garantizaba nada.
Solo entonces empecé a mirar de
verdad al curso, a sentirme parte de él. Del otro lado del salón se
juntaba el grupo de varones mas preocupados por salir a bailar e
impresionar a las mujeres, de responder a los profesores con ignorancia
y gesto cómplice. Minas lindas había varias, eso lo supe desde el
principio, pero ahora mirarlas me ayudaba a olvidar Patricia. Y tal vez
no fuese solo eso, porque con cada día que pasaba, y en relación
directa a los chistes que hacíamos los pibes, resonaba en mi cabeza la
risa de la chica de pelo negro y lacio sentada contra la pared, cerca
nuestro. Melina se llamaba.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
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