domingo, 11 de septiembre de 2011

Vacaciones (Polimodal-9)




 No aparecí para el acto de fin de año, menos todavía para la fiesta que hicieron después. La mitad del verano la pasé en el delta de Entre Ríos, en la casa de la familia de mi madre. Íbamos casi todos los años, siempre había que limpiar la costa de maleza y ventilar la casa. Pescar, limpiar el pescado, hacer leña, remar, machetear. Comiendo a la luz de un farol de querosén. Mirando correr el agua del río, hacia el este de día, bajando. Hacia el oeste de noche, en subida.

 Papá iba los fines de semana, la mayoría del tiempo estábamos solos con mamá. Si el día era soleado mis hermanos y yo nos metíamos al río, intentando piruetas por turnos. De noche hacíamos grandes montañas de ramas secas y las llamas subían varios metros. Nos quedábamos pescando hasta tarde, hablando boludeces , avivando las brasas. Volver a ese lugar era volver a ser chico. Podía estaba triste, apático la mayoría del tiempo, pero también me divertía escuchando las historias de terror que inventaba Hernán, o las anécdotas de peces enormes que contaba Emi. Por algunos días venía algun tío o tía con sus hijos (con quienes podíamos jugar a la escondida), o incluso la abuela, lo que era muy festejado por todos nosotros. En un lugar así, donde por momentos la única salida era escuchar la radio o leer revistas viejas, todo ser familiar era bienvenido, incluso aquellos a quienes nunca iba a visitar si de mí dependía.

 Generalmente a la hora en que todos dormían la siesta o tomaban sol, me ponía a escribir en un cuaderno anillado. Escribía sobre Patricia, sobre los sueños o pesadillas que tenía cada noche, sobre mi creciente ateísmo, sobre  la muerte, sobre el aburrimiento y la pena que por momentos me agarraba, aunque cada vez menos. Hacía algunos intentos de escribir en verso, bastante flojos. También hacía dibujos, bosquejos que en su mayoría no mostraba a nadie, a lo sumo a Fede.

 A veces un viento frío hacía silbar los sauces, y mamá decía “sudestada”. Podía significar simplemente que el agua suba un poco durante el día. Pero si se veía en el horizonte una columna de nubes oscuras avanzando, el viento iba tomando fuerza. Cuando oscurecían el cielo, el viento era capaz de revolear cualquier objeto liviano, incluso de tumbar personas adultas, por lo que había que entrar todo a las corridas y con cuidado de no caerse al río. Los relámpagos y truenos se sentían mucho más fuerte que en la ciudad, y cuando finalmente se largaba la lluvia, sabíamos que duraría hasta el otro día. Esas tormentas siempre habían tenido un halo apocalíptico para mí, las respetaba. Emi siempre decía que en la sudestada andaba el surubí, y se lamentaba de que mamá nunca lo dejara ir a encarnar chicotes y espineles en medio del vendaval. Esa vez quiso aprovechar la distracción de mamá que entraba las cosas con Elena, pero necesitaba alguien que lo acompañe en el bote. Me ofrecí. Mamá nos vió tarde, apenas escuchamos sus gritos desde el otro lado del río. El agua empezó a arreciar a mitad de camino, pero me sentía terriblemente bien. Ya no tenía miedo. Ni a la tormenta, ni al castigo de mamá, ni al fin del mundo. A nada.

 El viaje de vuelta fué de noche, la última semana de febrero. Adoraba viajar en la lancha de noche, sobre todo al cruzar el Paraná en medio de la marejada, antes de que saliera la luna. Cuando llegamos a casa, recuperé todos los lazos con la civilización y la tecnología, prendiendo la tele y subiéndole el volumen, viendo las noticias, prendiendo y apagando las luces frenéticamente, poniendo la cara contra el ventilador, sacando algo frío de la heladera para tomar. Solo entonces sentí la verdadera energía de un nuevo año.

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