martes, 24 de febrero de 2009

Danza



A veces pasamos por toda una serie de diálogos y manierismos con el solo propósito de alcanzar un momento determinado con una persona. Pero estos laberintos ornamentados no podrían ser sorteados con gracia a menos que se tenga la capacidad de concebir expectativas de un placer divino con suma precisión, concentradas en la idea del preciso instante en que los elementos que surgen de estas preliminares necesarias entran en las constelaciones de combinación que nuestro deseo reclama.
Con muchas mujeres –y con la que en particular me ocupaba el pensamiento esos días- ese momento estaba definido en mi mente con no menos precisión que la que usa un cocinero para seguir una receta. Porque todo plan sufre desgarros e injertos a lo largo de su aplicación y contraste con la realidad, pero en el conocimiento bien arraigado del valor trágico de ello reside la vía a una transmutación que produce el más alto vigor. La ignorancia del puro ímpetu tiene a falta de este envenenamiento su costado frágil, y quien puede soportarlo forja una garra de acero.
Yo había afilado mi lengua de reptil y mi olfato pasaba mucho por lo que veía y oía, y sentía que un néctar muy puro estaba muy cerca, emanando de ella y de todo lo que me conducía a sus fuentes ocultas de placer. Por momentos mi determinación amenazaba mis propósitos anteponiendo a sus palabras imágenes demasiado vívidas, absorbiendo mi atención y encandilándome por peligrosos segundos. Tal vez mis súbitas coloraciones y estremecimientos fuesen hábilmente recogidos por su mirada –y para bailar nada mejor que dos serpientes-. Ella terminaba una frase sobre la última película de Batman cuando mi boca ya estaba pérfidamente cerca de la suya –había dicho “está buena pero me pareció un poco larga, por momentos me aburría”- y en el momento en que soltó la última palabra un ligero estremecimiento en su labio inferior me llevó a irresistiblemente a saltar el abismo, y la besé.
Comenzamos la batalla abierta por ubicar al otro en la posición en que queríamos tenerlo, lo que siempre se hace más interesante si se enfrenta una voluntad fuerte y experimentada, sea cual sea el resultado. Concesiones, avances, deleites, retrocesos, sorpresas y puntadas de hilado maestro de ambas partes en el besar y en el tanteo de los brazos que buscan puntos sensibles. Aspirando de a bocanadas del fuego que crecía y manteniéndolo a raya del exceso. Entregada mi boca al imperio sutil y voraz de la de ella, mis manos habían logrado anclar cada una bien cerca de su coronación. Acaricié las cercanías de sus muslos consiguiendo suspiros, mientras sus glúteos colmaban alternativamente mi mano más lasciva. Su respiración se entrecortó cuando entre mis dedos pasaron sus vellos más velados, lo que, para mi expreso gozo, solo podía suceder en su pubis. Y mientras el mayor de mis dedos comenzaba a acariciar un borde húmedo y suavemente rugoso, por detrás se deslizaba otro hacia abajo y cerca, desesperadamente cerca. Mi espalda ganaba rasguños cada vez más fuertes, mi cuello era mordido a veces hasta puntos extremos –incluso para mí-.
Hay que tener siempre corazón para tragarse lo que queremos cuando lo tenemos delante nuestro, sin más obstáculo que la fugaz amargura de saber que ese cumplimiento es el fin de un camino, amargura que solo dura hasta que comenzamos a engendrar otro deseo –lo que había aprendido a hacer bastante rápido-. Exhalé un suspiro antes de seguir. Ella no pudo contenerse y abandonó su rostro contra mi hombro, abrazándome tan fuerte como se lo permitían sus brazos. Cuando ya tres falanges hurgaban en rosa, reposé apenas con uno de la otra mano en un placer prohibido, y todo lo que en mi pudiese llamarse razón se desintegró a medida que la yema hacía círculos alrededor de espacio tan pequeño, de donde comenzaba a emerger hacia fuera un botón hambriento. Fue muy difícil no estallar más de una vez, atacando así, por adelante –a veces un poco más arriba- y por detrás. Convertido en una bestia voluptuosa llevé mi mano a su boca, que gustosa la probó y vino a fundirse con la mía, y erguidos como estábamos –sin abandonar jamás su punto oscuro- la penetré sin vacilación. Es especialmente difícil describir ciertas expresiones de la cara de una mujer, sobre todo cuando significan tanto para uno. Es mi angustia cuando evoco todo su cuerpo contorneándose al ritmo de mis embestidas en todas sus entradas, siendo cada pequeño detalle parte indisoluble de un universo sublime. Llegué al clímax sintiendo que era el mejor que había tenido en la vida. Todo instruido sabe que esto no es estrictamente cierto, sino que se trata de que todo buen final se sienta como el mejor, siendo esa sensación siempre la misma y pudiendo repetirse todas las veces que se quiera.
Por su parte ella me dijo al otro día que había llegado 3 veces y que le había parecido graciosa la forma en que mis ojos giraban hacia arriba, quedando por momentos en blanco, y resaltando ese detalle haciendo una burlona imitación que me irritó sin que quisiese reconocerlo. Ella supo enseguida que lo había conseguido y se echó a reír con tanta malevolencia que apoyó la cara en la almohada a medida que mi expresión se hacía más evidente. Desde el sonido de estertores sofocados asomó su mirada, y me le eché encima. Le hice cosquillas sin piedad en las costillas y después en la planta del pie, hasta que el dolor de panza la obligó a capitular. Cuando nos quedamos mirando a los ojos, yo encima de ella, le di un minúsculo beso en la nariz, y ella posó la punta de la lengua en la mía por un demasiado breve segundo –no era la única que vez que me encontraba lamentando la fugacidad de los momentos que por ser tan fugaces eran precisamente tan buenos-. Entonces me di cuenta de que mi mano había quedado apoyada en su pierna izquierda. “Un buen comienzo” me dije, mientras sonreía al pensar quién estaba en la red de quién.

Imagen: "Garden", de Isabel Samaras