martes, 20 de diciembre de 2011

El polimodal (19)


El parque abría sábados y domingos. Mi tarea era esperar en la entrada al grupo designado, generalmente de 15 a 20 chicos de entre 7 y 13 años (acompañados de algunos padres), para guiarlos por los juegos según un diagrama mas o menos improvisado pero que terminaba siempre en un gran comedor, donde todos los grupos comían y le cantaban el feliz cumpleaños a algún nene o nena de papá. Tenía que estar pendiente de que nadie se lastimara, de negociar constantemente con los que se portaban mal, mi peor terror era que algún nene se perdiera por ahí en medio de la marea de gente, y de alguna forma me sentía bien teniendo esa responsabilidad, por estresante que fuera. Odiaba el uniforme, un pantalón caqui con una remera azul que me quedaba grande, zapatillas de lona. Pero tener ese dinero ya no solo era necesario para la revista, sino para comprarme algo de ropa, para escapar de las extorsiones de mi madre, no tener que pedirle plata para todo y no depender de su generosidad para salir.

Cubría mis gastos, eso era algo que ya no podía echarme en cara, haciéndome sentir como una sanguijuela. Y cuando a fin de mes se terminaba la pasta de dientes, el papel higiénico o no había plata para comprar leche, y sabiendo perfectamente que en la primera semana se había gastado en pelotudeces (como esos viajes innecesarios en remis o esas cremas que se acumulaban en su cómoda), yo iba y sin decir nada compraba. Cada vez que lo hacía sentía un regocijo muy intenso, una extraña plenitud, en el fondo una pequeña venganza contra el orgullo de mi madre. “Ay, gracias hijo…” decía, como si mi ayuda viniese del cielo. Yo asentía con una sonrisa. Se fue dando cuenta de que no era tan simple, empecé a hacer comentarios agrios en el momento exacto en que la veía a punto de hacer esos extraños gastos de principios de mes, como si yo tuviese derecho a opinar sobre la economía de la casa. Eso realmente la sacaba de quicio, y como yo aparentaba ser razonable y preocupado,  y como ya no podía amenazarme con no darme dinero para mis cosas, con el tiempo logré que a fin de mes no faltara lo básico.

En la semana veía a Melina en el colegio, que cada vez salía menos al patio en el recreo. No podía quedarme solo en el salón si los pibes salían, hubiese quedado en evidencia. Pero a veces volvía un rato antes de que sonara el timbre y ahí estaba ella. Si estaba Alejandra tenía que mantener equilibrada la conversación con ambas, pero sino podíamos hablar tranquilos. Cuando estaba solo, me acordaba de mis conversaciones con ella, repasando los momentos más intensos con deleite, sonriendo sin poder contenerme. También imaginaba líneas de diálogo distintas a las que habíamos tenido, cosas que ella o yo habríamos podido decir, réplicas posibles para los momentos en que ella me dejaba sin saber qué decir. También pasaba que se me ocurrían cosas aisladas para meter en algún momento, algún juego de palabras, alguna metáfora indecente pero rebuscada, decepcionar a Melina no era una opción. Pero con ella, como con los pibes, también tenía esa sensación de que al hablar con ella algo único iba a pasar. Porque no importaba cuantas cosas hubiese imaginado yo en soledad, nuestras palabras siempre tomaban aguas rápidas, un camino imprevisible en el que cada paso alumbraba el siguiente, en el que mis pensamientos y los de ella entrechocaban continuamente, en un duelo de ingenio y temple con el que los dos nos hacíamos cada vez más agudos. Y en el fondo me sentía un miserable, porque mientras yo invertía gran parte de mi tiempo pensando en esos encuentros, contemplando posibles escenarios para aumentar mis recursos, estaba completamente seguro de que ella no lo hacía, de que le alcanzaba simplemente con ser como era. Yo sentía que si Melina no decía nada, era porque no había nada para decir, y que si yo no decía nada, era porque mi imaginación se había quedado corta.

Los fines de semana en la veía en el Parque. Si el grupo que tenía ese día era de nenes muy chicos podía llevarlos a su sector, donde ella podía estar manejando el carrusel, la pista del trencito y cosas así. Entonces ella podía verme hacer de niñera y reírse de mí. También podía verla en el comedor, cuando entre grupo y grupo me hacía espacio para comer o tomar algo y coincidía con su descanso. El comedor era muy parecido a esos que se ven en las películas yanquis de la prisión, mesas largas en las que se juntaban grupos más o menos cerrados. Como muchas veces estaba acompañada, yo me sentaba a comer solo haciéndome el que no la había visto, esperando que ella viniese con su bandeja a buscarme pelea. A veces lo conseguía, a veces no.

Podía pasar que coincidiese con Daniel, pero su sección tenía mucho más personal y mandaba a varios al descanso a la vez, por lo que él siempre estaba con un grupo de gente. Daniel siempre lograba imponer sus condiciones a quienes lo rodeaban. A la mayoría caía simpático porque sabía qué decir y cómo para agitar las aguas y tornar una conversación aburrida en carcajadas. Lo que siempre pasaba era que alguien se mostrara receloso de él, que no lo tragara y que, sin enfrentarlo directamente, intentara boicotearlo. Esa clase de persona era perfecta para él, porque la tomaba de punto, utilizándola para hacer reír a los demás. En el caso de los varones podía ser un tipo desplazado del centro de atención o el eterno amigo de alguna chica que andara atrás de él. A las mujeres lindas las trataba como si no fueran la gran cosa, y ellas estaban tan acostumbradas a seducir con solo vestirse bien y sonreír que se volvían locas por llamar su atención. Así se exponían más y más, y como un cazador que no ataca al animal hasta que está lejos de su cueva, Daniel las dejaba ir más y más lejos. En el Parque no le convenía exponerse mucho por Antonella, y eso le generaba el inconveniente de que le hiciesen propuestas muy evidentes para transar. Salvaba su orgullo retrucando fuerte, con frases como “¿Entonces da para un pete?”, de tal manera que sus pretendientes no podían aceptar sin dar mucho más de lo que esperaban, pero sonreían al recular, como si lo estuvieran considerando. Daniel me contaba sobre esas situaciones. Yo le hacía observaciones, y como él veía que yo entendía la complejidad de muchas cosas en sus manejos, me daba más detalles y analizábamos en conjunto el camino a seguir. Una vez me presentó a sus compañeros y me senté con ellos, pero yo prefería estar solo por si Melina venía.

A veces yo iba para su casa a la tarde, cuando no tenía nada para hacer. Su familia ya me conocía. También íbamos al kiosco de revistas de Héctor y llevaba un ajedrez de tablero magnético, de esos que se pliegan con las fichas adentro. Hacíamos ganador queda, pero yo nunca podía ganarle. Pero esa vez jugamos en la vereda de su casa, tomando gaseosa. No importaba si jugaba con blancas o negras, el resultado era el mismo. Mi único progreso era que las partidas durasen cada vez más tiempo, me iba defendiendo mejor. Mientras jugábamos hablábamos de muchas cosas. Una vez se la compliqué y el partido duró más de lo normal. Entonces me dijo que me iba a marcar mis errores de juego.

-Te preocupás mucho por la defensa. Cuando yo saco mis peones al centro, vos movés el peon-caballo del rey para ir preparando el enroque.
-Ahá.
-Como sé que estás tan preocupado por esconderte, voy al ataque de lleno. Me ubico de tal forma que tu esfuerzo sea al pedo. Pocas veces hago mi enroque porque no lo necesito ¿Entendés?
-Pse.
-O sea tus piezas siempre están protegidas, pero llega un momento en que hay que abrirse paso y sacrificar algunas, para abrir huecos en la defensa del otro. En esos cambios siempre salgo ganando, porque como estoy dispuesto a sufrir pérdidas, los hago con iniciativa. Yo decido cuando me conviene perder un caballo para que pierdas un alfil, o cuando puedo permitirme perder un peón para ganar una posición útil.
-Me cuesta aflojar las piezas, y las termino perdiendo igual.
-Las terminás perdiendo igual ¿Te das cuenta?
-Se.
-Y nunca, nunca tenés que resignar el centro del tablero, ahí es donde se define todo. Si yo abro moviendo el peón-dama al centro, vos tenés que hacer algo para pararlo. Y si yo muevo otro para apoyarlo, lo mismo. No pelear esa zona es un suicidio, por más bien que protejas al rey.
-Claro.
-Te defendés bien, pero te atrincherás tanto que no es necesario que yo me cuide, eso hace que mi ataque gane siempre. Podés jugar a la defensiva, porque se puede, pero para eso tenés que saber atacar también.

Desde ese día nuestros partidos fueron cambiando. Estaba claro que me costaba atacar, y tropezaba mucho con errores torpes, perdiendo incluso más rápido que antes. Pero con el tiempo lo iba entendiendo mejor. Empecé a aceptar los sacrificios de piezas con rapidez, desconcertando a Daniel. Cuando esas tormentas de cambios tenían lugar el tablero se despoblaba rápidamente, y eso me gustaba porque de repente todo era más simple y quedaba manifiesta cualquier ventaja. Una vez logré hacer tablas. Otro día tuve chance de jaque mate pero no la vi a tiempo, me la marcó Daniel después de ganarme, reubicando las piezas. Otra vez tuve un final de reina contra su rey y me sacó tablas. Daniel dijo que nunca tenía que confiarme de las ventajas, seguir jugando como si estuviésemos mano a mano. De todas las veces que jugamos solo le gané un par. Empecé a pensar que mi manera de jugar estaba muy relacionada con mi manera de hacer las cosas en general, como podía ser en mi necesidad de no quedar mal nunca con Melina. Cuando veía a Daniel siendo guaso con una mina, pensaba “pierde piezas, pero ahora ella sabe que si le dice algo picante no puede decir que es inocente, así que cuando eso pase Daniel va a poder avanzar sin temer un rechazo”. Y cuando veía a Daniel en medio de un grupo siendo el centro de atención, o incluso haciendo chistes sobre otra persona con tal de seguir siéndolo, entendía que él no podía resignar esa posición de ninguna manera, intentando manejar su destino y el de los demás.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El polimodal (18)

 Faltaba poco para empezar las clases, y me sentía como un avión en el hangar. Como un corredor esperando el disparo de largada. Porque siempre que veía a los pibes tenía esa sensación de que algo iba a pasar. No importaba qué hacíamos o dónde nos juntábamos, tenía esa seguridad de que pasaría algo único que haría que el día valiese la pena, que fuese irrepetible. Siempre surgía una palabra clave nueva, alguna anécdota se agregaba a la lista que se iba haciendo más larga, algún nuevo desafío era aceptado. Nuestro equilibrio se basaba en el mismo principio que esos adornos de escritorio que no paran de balancearse. Un movimiento continuo. Estar juntos era como entrar en una forja. Con cada día, con cada nueva demostración de lo que éramos capaces, todos íbamos pasando más a una forma potenciada de ser. Alentándonos, conteniéndonos mutuamente, pero también lastimándonos, desafiándonos. Todo era parte de la retroalimentación, y estaba claro que éramos parte de algo. Porque pasar tiempo juntos era ir formando un pensamiento común, un entendimiento de base, tomar posición acerca de muchas cosas. No había tema que no pudiésemos tocar. Incluso cosas sobre las que yo no sabía nada, sobre las que aprendía a los tropezones, diciendo cosas sin fundamento, exponiéndome al ridículo. Al otro día, después de averiguar en la biblioteca, o de meditar sobre el asunto en casa, me rectificaba o me reafirmaba, según hubiese tenido la razón o no. Pero no se trataba solo de eso, sino de saber sostener una posición, por más errada que sea. Hacia adentro, pulíamos esas divergencias, profundizándolas todo lo posible. Hacia fuera, éramos una máquina de guerra, haciendo muy difícil sostener una posición frente a nuestros recursos. Podíamos usar la lógica y los hechos. Lo básico. Pero también podíamos usar silogismos, inventar sucesos históricos, anunciar falsos adelantos científicos. A veces alcanzaba con ridiculizar al oponente, en ese sentido teníamos claro que la falacia ad hominem funcionaba muy bien.

La buena noticia al empezar el año fue que ninguno de los varones del otro grupo logró pasar de año. Eso nos convertía en los dueños incontestables del destino del curso. Porque de haber sido por las mujeres, todo habría sido mas o menos estudiar y chusmear. Nosotros éramos inmaduros y queríamos llamar la atención todo el tiempo. Nosotros atentábamos sistemáticamente contra la tranquilidad, la paz nos sacaba de quicio, y por eso éramos capaces de alterar las cosas. Nuestro curso era una aplicación a escala de un principio histórico mayor, el de que el cambio viene casi siempre por el infantilismo masculino, por su arrogancia, por su capricho. Así lo teníamos asumido. Íbamos hacer de 3º 6º un curso que fuese recordado por años.

No mentiría si dijese que las mujeres estaban a la expectativa de con qué íbamos a salir. Ya en la primer semana, Daniel dijo que la del duende había quedado en el pasado. “Necesitamos una pirámide” dijo. Cuando volvimos del recreo, las sillas y las mesas habían sido puestas en un semicírculo, mirando hacia el pizarrón. Y en el medio, las mochilas de todos formaban una montaña.

El Chileno dijo que todas las mujeres del curso tendrían sexo con él, y que caso contrario encontraría la forma de que eso fuese cierto de alguna manera. No pasó un mes antes de que frotara el lápiz de Pamela con una servilleta arrugada que trajo de su casa, y todos sabíamos lo que eso significaba. Temí por Melina y sentí un escalofrío.
Héctor armó una carpeta compilando textos con cosas que creía que teníamos que leer. Manifiestos ideológicos de varias clases, fragmentos de discursos políticos, diálogos filosóficos entre pensadores o entre personajes de ficción. Incluso un catálogo de películas que teníamos que ver juntos. Nos hizo una copia a cada uno, anillada y todo, con espacio al final para tomar notas.

La verdad que yo no había pensado en nada, yo solo sabía que iba a ser un año fuera de lo normal. En los primeros días, unos de contable interrumpieron la clase de historia para anunciar que ellos iban a publicar la revista del colegio. Iba a salir 5 pesos y lo recaudado iba servir para financiar el tradicional viaje de fin de año “vamos a la frontera”, en el que se ayudaba a algún pueblo necesitado del noroeste con ropa y comida. Y no fue muy original de mi parte, pero ese día dije:

-Tenemos que tener nuestra propia revista.
-Lo recaudado sería para beneficio de… ¿Nosotros?- dijo el Chileno.
-Copas de cristal para tirar desde el techo del colegio. O alguna obra de un pintor medio pelo, comprarla y prenderla fuego. En frente de su casa- dijo Daniel.
-Capaz podríamos hacer un viaje también- dije-. No sé adonde, pero no al Norte, no quiero Mal de Chagas y desnutrición.
-Tengo un conocido que podría hacernos las impresiones a buen precio- dijo Héctor-. Pero igual necesitaríamos algo de plata.

Hicimos unos bocetos de las secciones, pero era verdad que sin plata nada se podía hacer. El Chileno trabajaba con el padre en una tornería, y Héctor seguía con el kiosco de revistas. Pero Daniel y yo no teníamos nada. Nos enteramos de que el Parque del Tigre tomaba menores de los colegios para hacer pasantías, y parecía que no pagaban tan mal. Así que fuimos a llenar la solicitud. Nos llamaron y había mucha gente del colegio en la fila para la entrevista, la mayoría no quedó. A Daniel lo tomaron para la parte gastronómica, igual que a Antonella. A mí me tomaron como guía de grupos de cumpleaños. A Melina para operar juegos de chicos.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El polimodal (17)


Recién cerca de terminar el año fue que mas o menos me llegué a hablar con todo el curso. Con los varones del otro grupo tenía un diálogo escaso pero sin conflictos. Si en parte no me pasaban era por ser amigo de Daniel, pero servía como nexo diplomático entre ambos grupos para pasar mensajes. En todo caso, en el curso la mayoría eran las mujeres. Y nosotros éramos la envidia de cualquier escuela técnica.

Estaba Antonella, la rubia flaquita de ojos claros que tenía algo con Daniel, sin que él se preocupase por definir exactamente qué. Había algo de incondicional en ella, no hacía caso de nada que le dijesen sobre él, aún cuando las querellas viniesen de sus propias amigas. A la salida podía pasar que fuésemos todos caminando hasta su casa en El Talar para tomar algo, sobre todo desde que empezó a volver el calor.

Estaba Pamela, simpática, muy viva y con un cuerpo que cualquier mujer de 25 años le hubiese envidiado. Tenía un novio que siempre la venía a buscar en coche.Trataba con las demás como si fuesen nenas y ella toda una mujer (había algo de cierto en eso). Si por plebiscito se hubiese armado un ranking de las mujeres más deseables del colegio, Pamela sin duda habría estado entre las 3 primeras, mínimo.

Estaba Fernanda, enemiga declarada de Daniel (según él una “gorda resentida), siempre intentaba aprovechar cualquier cosa que pudiese separarlo de Antonella, de quien era amiga. A veces le pasaba que chocaba el costado de alguna mesa con su cadera, lo que enseguida desataba una carcajada de Daniel, y una mirada de ella hacia la profesora, que la miraba como diciendo "¿Qué quiere que haga? tenga más cuidado al caminar".

Estaban Cintia Gaona y Cintia Herrero, “las Cintias” como les decíamos los pibes. Las Cintias no hablaban mucho con nadie y siempre se quedaban en el salón, fuese recreo u hora libre. Por eso habían presenciado muchas de las nuestras, nos conocían bien. Jamás nos habían delatado en nada. A veces El Chileno les decía algo, interpelándolas, como “Cintía conozco un pibe que está loco por vos” y “Cintia-uno” (Gaona) se mantenía impasible, pero “Cintia-dos” se reía bajito, escondiendo la cara. Eran muy tímidas. Las respetábamos y cuidábamos que nadie se metiese con ellas.

Alejandra era la compañera de banco de Melina. La mayoría del tiempo parecía amable, pero nadie confiaba en ella, tenía fama de falsa y de meter cizaña. Su vínculo con Melina era estrecho, supuse que de alguna forma ambas se habían encontrado aisladas del resto. Alejandra por su conducta traicionera, y Melina por su falta de frivolidad, por su incapacidad para conversar sobre asuntos como el maquillaje o las novelas de la tele, por no poder hablar de los varones como lo hacían las demás. Claramente Melina no acostumbraba salir a bailar ni nada parecido. Tampoco mostrarse en los recreos para alimentar su ego, la mayoría del tiempo usaba su buzo canguro azul y rojo, escondiendo su buena figura. Supuse que eran amigas por esos acuerdos de entendimiento implícito, por saber que era eso o estar solas. Alejandra parecía entender mi situación más de lo que yo hubiese querido, de ella podía depender el desenlace del asunto con Melina, sentía que estaba a su merced. Para peor, Alejandra había tenido el año anterior algo con Héctor, que empezó a verse con su hermana, Gabriela. La tensión entre ellos era patente, así como la que soportaba yo por no poder llevarme mal con ninguno de los dos. No estaba acostumbrado a esa clase de conflictos.

Matemáticas fue la materia de la que casi nadie se libró hasta al final. Recién en las últimas dos semanas los que ya habían zafado pudieron salir afuera, mientras los demás rendían. Entre esas personas estaban las Cintias, que se sentaron en la escalera. Y entre esas personas también estábamos Melina y yo.


-Ya casi termina el año Palito…
-¿Te imaginás que estuviésemos viviendo siempre este mismo día?
-Cómo.
-Así, empezando el día, hablando esto, nos vamos cada uno a su casa, y al otro dia se repite lo mismo. Nada cambia.
-Sería raro.
-Sería tener todo el tiempo un deja vu constante. O algo así.
-¡Imposible! Si este día se repitiese siempre ¿Quién podría decir cuando empezó a repetirse?
-O sea…
-Si se repite para siempre, se repitió desde siempre, es un círculo cerrado. Si cada día es idéntico al anterior…
-No podría haber ninguna diferencia. No podría haber deja vu, a menos que…
-…fuesen siempre los mismos, exactamente la misma sensación. Todo.
-Formarían parte del círculo también. Claro. No habría chance de despertar ni de salir.
-Exacto.
-Y siempre hablaríamos de esto, de que no se puede salir de acá. Sería peor que la Matrix.
-La vida es sueño dice Calderón de la Barca.
-La vida es eterno retorno dijo Nietzsche.
-…
-…
-¿Me vas a extrañar Palito?
-Si Meli ¿Vos?
-No ¡Qué te pensás nene!
-Capaz mañana, en este mismo día que se repite para siempre, me decís que sí y yo me río de vos.
-No Palito, ya te dije es un círculo perfecto, no puede tener fallas. Siempre gano yo.
-No puede tener fallas.
-Nop.
-¿Te vas a algun lado?
-A la costa. Mi familia tiene una casa en San Bernardo.
-Ah.
-¿Vos?
-Mi familia tiene una casa en el Delta de Entre Ríos, un paraje desolado en medio de la nada. Probablemente me lleven ahí a contar los días que falten para volver.
-Ah bien.
-Mientras vos estés tomando sol o caminando por la playa, capaz yo esté destripando pescado o cortando yuyos con machete.
-La verdad me aburre la playa.
-Si, claro.

Pero el año terminó, y mientras mamá, Hernán, Elena y Fede se fueron a la isla por un mes, yo me quedé en casa con papá. Mamá no puso resistencia porque era bueno que hubiese alguien en la casa mientras papá trabajaba (diciembre de 2001 había instalado el miedo a los saqueos, todavía duraba). Pero también por el bien de sus vacaciones, por no tener que aguantarme. Intenté mantener la casa mas o menos en orden, saliendo adonde yo quería y cuando quería. Los pibes me pasaban a buscar a la tarde y así conocieron a mi viejo, que me daba algo de plata, no mucha pero sin hacerme planteos. Salíamos a andar en bici, yo agarraba prestada la de Hernán. O llevábamos el Sega de Daniel a lo de Antonella y jugábamos al Internacional Superstar Soccer (Deluxe). Y siempre que enganchábamos alguna repetición de los Simpsons, la poníamos.

Cuando mi familia volvió, y mientras ayudaba a organizar las cosas de los bolsos, Fede me puso al tanto de que no me había perdido de mucho. Yo ya sabía con toda seguridad que había sido uno de los mejores veranos de mi vida.

martes, 15 de noviembre de 2011

El polimodal (16)


La situación en casa había tenido algunos cambios. Fede y yo nos volvimos mutuamente más independientes, nuestros círculos sociales casi no se cruzaban. A los dos nos parecó lógico. Emiliano ahorró y se fue a España con una buena oferta de trabajo, relacionada con la empresa autopartista en la había estado varios años. Él era el preferido de mamá así que eso la afectó. Hernán se puso de novio, y mi cuñada tuvo que pasar por lo que pasa cualquiera que conocía a mi madre: al principio amable y cálida, y después una bestia impredecible con ataques de celos, contra los que Hernán tenía que pelear de tanto en tanto. Elena se estaba llevando todas las materias, camino a repetir de año otra vez. El día que mamá se enteró le pegó varias veces mientras ella escapaba a la pieza. Papá tuvo que ponerse en el medio y recibió algunos bifes.

Era difícil contribuir así, pero intenté hacer mi parte, metiendo la religión y la política en la mesa. Alguna frase iniciaba todo, sobre algo como el racismo o el aborto, en tono blasfemo, antipapista si era posible. Sobre todo si había puchero o sopa. Una vez mientras yo defendía los derechos de los homosexuales, ella dijo “Nicolás, hijo, insistís tanto con ese tema… me parece que tenés un conflicto, y si es así lo podés hablar conmigo ¿Sabés? Puedo tener un hijo así, ya estoy para todo”, y al decirlo miró a mi hermana con saña. Me la jugó bien. Pero la mayoría de las veces la dejaba sin argumentos, la obligaba sus recursos más bajos, uno tras otro, y a medida que lo lograba se desgajaba su ficticia disposición a dialogar las cosas, salía a la luz el hecho de que ella tenía el poder en la casa, y que lo usaba si las papas quemaban. Antes, sufría amargamente las privaciones de dinero y salidas como una injusticia. Pero aprendí a tomar esos desenlaces como señal de mi superioridad moral ante ella.

Les contaba sobre mi madre a mis amigos, se reían mucho de ella. Daniel dijo que un día yo iba a aparecer en el noticiero por matarla de 114 puñaladas o algo así. El Chileno dijo que la autopsia revelaría violación, antes y después de su muerte. Héctor agregó que a partir de esa conversación el acto ya sería premeditado, y que atestiguaría en mi contra en el juicio para desechar mi defensa por emoción violenta.

Antes de noviembre ya tenía mis primeras amonestaciones. Una profesora de otro curso me vio dándole una patada voladora a la puerta. Yo quería pasar, pero desde adentro el Chileno hacía fuerza para trabarla. Falsificar la firma de mis padres fue fácil. También tenía algunas faltas por llegadas tardes, nada grave. No me llevaba ninguna materia. La nueva ley decía que si la nota del 3º trimestre era un 7, el año de esa asignatura quedaba aprobado, por lo que Noviembre fue el mes en el que los profesores intentaban hacer recuperar a los que venían mal. Así que tuvimos mucho al tiempo al pedo, incluso nos dejaban salir al patio a los que no teníamos que recuperar nada. Entre esas personas por supuesto, también estaba Melina.

Noviembre era también el mes de mi cumpleaños, en el que hicimos un festejo quemando el muñeco que habíamos armado durante el año, en la esquina de lo de Daniel (lo sacamos por partes). Cuando llegué a casa, entrada la noche, mi familia me esperaba con enojo generalizado, había hecho esperar a mi tía varias horas y mi abuela se había ido porque trabajaba temprano al otro día.

-Te estábamos esperando.
-Es mi día y lo puedo pasar como yo quiera y con quien quiera. No le pedí nada a nadie.
-¡No seas maleducado!
-Contestále bien a tu madre- dijo papá.
-¿Quién te enseñó a hablar así me querés decir?
-Vos mamá. Vos me enseñaste perfecto.
-¿Por qué no trajiste a tus amigos a casa a ver?
-No quiero que los espantes con tus ataques. Llamarían al 911, habría lluvia de cristales y muchas bajas.
-Te hice una torta, tiene durazno con crema- dijo mi tía intentando aligerar la tensión.
-Gracias tía ¿Ves mamá? La tía no está enojada. Así que ya está, no te preocupes más- dije, y sus ojos chispeaban. Como había visita, no podía desbocarse, mi sonrisa le decía que yo lo sabía perfectamente. Empezó a llorar.
-¡Tanto esfuerzo que hago por esta familia podés creer Fabi! Y este mocoso que me contesta así…
-Mamá ¿Qué te hacés la dolida? Ni que yo fuera el Anticristo… ¡Ojalá!
-¡Ah!- y con ese alarido se tapó la cara.

Fede no reía, pensaba que se me iba la mano. Elena no entendía como podía yo no tenerle miedo a mamá, si sabía que apenas se fuese mi tía me iba a caber. Papá intentaba mirar la tele, resoplando con hastío. Yo comía mi porción de torta de durazno con crema. Mi tía las hacía mejor que nadie.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El polimodal (15)

 Muchas de nuestras conversaciones se trataban sobre cómo deberían ser muchas cosas. Uno de los principales blancos era la publicidad:

-¿Por qué las publicidades de dentífricos son tan pelotudas? Siempre ese lenguaje neutro, lo odio- dijo Daniel.
-Las de jabón para la ropa, para mujeres esclavas de la limpieza. Para mí fue como un trauma saber que diseñan todo eso de tocar el timbre de una mina para que parezca de verdad, es todo mentira, o sea hay un casting para elegir a esa mina que sale haciéndose la sorprendida- dije yo.
-Las del yogur violeta me dan ganas de ir a buscar al que las hace y deformarle la cara con un cutter, se piensan que no nos damos cuenta de que son para las viejas con cañerías tapadas- protestó el Chileno haciendo gesto alusivo.
-Están orientadas a targets específicos de la sociedad. Son estereotipos de consumidor que tienen estudiados, fórmulas que funcionan. No pueden salirse del esquema si no quieren perder plata- sentenció Héctor.
-Pero podrían hacer algo más copado. Dame la mitad de la plata y te hago una publicidad de la re puta madre- retrucó Daniel.
-Depende de que bien de consumo sea. Si es ropa, o un recital podés hacer de todo. Son cosas que definen tu identidad y que no son estrictamente necesarias. La plata que la gente gasta en eso no es parte de las cuentas del mes, es parte de los gastos de capricho. Ahí la publicidad trabaja sobre el deseo del consumidor, necesita tentarlo.
-Pero el jabón en polvo, el dentífrico, el limpiador antigrasa, el yogur laxante… son cosas que uno compra en teoría todos los meses- acoté, intentando seguir el razonamiento.
-Claro. Esas publicidades trabajan sobre la persona que recorre las góndolas pensando en lo que le hace falta en su casa. Alguien que está intentando ser responsable. Entonces no pueden trabajar con la tentación. Necesitan darle al que compra una imagen de gasto razonable, necesario, de conveniencia.
-Entonces siempre vamos a ver lo mismo. Para todo lo innecesario, publicidades que sorprenden, que intentan seducirnos con el impacto. Para todo lo necesario, la misma mierda de siempre, el mismo esquema que se repite. Es un asco- dije.
-Y va a ser peor. En el futuro las publicidades van a ser mucho más invasivas que ahora. Van a estar tan presentes que todo el asunto va a estar fuera de discusión. Ya es así en algún punto: Coca cola, Mc Donald´s, Disney… -concluyó Héctor.
-Yo podría vivir como creativo de publicidad. Haría mucho más que todos esos boludos juntos con menos recursos. Yo haría que las amas de casa compren espadas ninja y que los pelotudos como el Chileno compren una licuadora- dijo Daniel.
-Quiero una. Cuánto.
-No es tan fácil- dijo Héctor.
-Qué no. Lo que sea que pongas en la tele la gente va y lo compra. Y si no lo compra lo ponés de nuevo, y sino lo ponés de nuevo. La gente es pelotuda. Yo me aprovecharía mejor.

A veces la queja contenía sarcasmo, como si en el fondo supiésemos que no servían para nada, que nada podría en realidad cambiar, y que las cosas eran así porque no podían ser de otra forma. Esto por un lado coartaba cualquier chance a nuestras pretensiones de reformar del mundo, pero esa imposibilidad a la vez nos habilitaba entonces a expresar el enojo, aunque inofensivo, de la forma más corrosiva. Como en la música.

-Chileno ¿Por qué tenés una mochila de la 25? ¿Te hacés el rolinga ahora?- le pregunté una vez.
-Ni en pedo. Se la agarré a mi hermano. Necesitaba una.
-¿Saben que hay que hacer con todas esas bandas de mierda?- se metió Daniel.
-Cuáles.
-Como la de tu mochila: la 25, los gardelitos, Callejeros, Pier, Jóvenes Pordioseros.
-La Mancha de Rolando- agregué.
-Si, también. Primero hay que organizar un supuesto festival de rock en un estadio de fútbol. Después hacerles creer a cada uno que llegó su momento de tocar para que salgan todos juntos. La gente en las tribunas, todo lleno, popular, plateas. La parte de la cancha libre. Apenas terminan de entrar las bandas se cierran todas las salidas, quedan encerrados. Ahí hay que tirarles unas armas al piso.
-Onda gladiadores.
-Se. Entonces por los parlantes se escucha “como todas estas bandas de mierda son iguales, viven de hacer la misma música y confunden a la gente con su melodía mediocre, ahora todas van a luchar entre sí hasta la muerte. La última que quede, va a ser la única autorizada para tocar de esa manera tan nefasta. La gente pide sangre. A pelear”. Y listo.
-¿Y si al final quedan chabones de distintas bandas? Van a tener que armar una de última- dije.
-Yo soltaría unos leones tambíen- dijo el Chileno-, y si al final ganan los leones se termina el rock barrial. Para siempre.
-Yo me imagino- y me empecé a tentar, ya antes de relatar la imagen, eso me pasaba mucho- al flaco de la Mancha de Rolando, que se da cuenta de la que se viene antes de salir por la compuerta, y se quiere meter adentro, onda “¡Hace 20 años que tocamos nuestra música, qué nos vienen a decir, no merecemos estar acá!”, y cachetazo en la nuca ahí nomas, un empujón para que entre, la compuerta que se cierra y el chabón que mira alrededor, empezando a caer en la que se le viene.
-Y el flaco de Pier que ya lo espera con una llave cruz, decidido a que su banda sea la única, sabedor de su mediocridad o sea re asumido ya en el juego. Se la da en el mentón, no dura ni 5 segundos el chabon de la Mancha de Rolando, queda tirado en el piso mientras todos luchan por su banda y su vida. 20 años tocando y todo termina así. Charco de sangre- completó Daniel.
-El de la 25 que quiere tocar en vez de pelear y le cabe un espadazo en la jeta con el primer acorde. Juanse de los Paranoicos desde un palco vip, se cree a salvo, el Pity le corta el cuello y se lo tira a los leones. Por hijo de puta- dijo el Chileno.
-La gente enceguecida, agitando. Pide más- coronó Daniel.

Las risas podían durar mucho, según la capacidad que tuviésemos para construir las escenas, para ir agregándole cosas, manteniendo encendido el fuego. Todos los días conversaciones así, conciliábulos en los que nuestras miradas se cruzaban con entendimiento, en los que el mundo era continuamente destruido y reinventado. Cada uno de nosotros luchaba contra los titanes en su interior, intentando derribarlos. Éramos un ejército de 4.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El polimodal (13)


Melina no gustaba de todo lo que hacíamos, desaprobaba con un gesto algunas maniobras. Pero era evidente que para ella éramos un caso aparte, que estábamos en otro nivel. A veces estábamos en el medio de alguna discusión y ella quería decirnos algo, entonces yo mediaba para que tomase la palabra. Una vez los pibes nos reíamos de una escena de los Simpsons.

-Están hablando en la reunión de creativos de Tomy y Daly. Entonces la rubia de pelo corto le dice a Krusty lo de “asertivo” y “paradigmático”- dijo el Chileno.
-Ahí agarra uno de sombrerito y anteojitos y dice: “perdón, pero palabras como asertivo y paradigmático ¿No son las que usa la gente estúpida para parecer intelectual?”- dramatizó Daniel.
-El sombrero es verde, tiene una línea naranja. Tiene como unas rastas el chabón- completé.
-¡See! Y dice: “Estoy despedido ¿No?”- siguió el Chileno.
-“Sí, y con razón”- cerró Daniel.
-No dice así- dijo Melina dándose vuelta.
-Cómo dice- respondí.
-Dice “Sí, los demás nos vemos en la sala de almuerzos”. Es del capítulo que meten a Poochy. Lo de “si, y con razón” es de otro capítulo.
-Tomatelá- tiró Daniel-, a ver de qué capítulo es.
-No sé pero es de otro.
-Ves que no sabés una mierda.

Canal 11 repetía capítulos de temporadas viejas toda la semana. Un sábado a la tarde vi que Melina tenía razón, y les dije ocupándome de que ella me escuchara:

-Al final lo de “y con razón” es del capítulo del Niño Fisión.
-Ah, si, lo vi el otro día- dijo Daniel.

Melina se dio vuelta y me miró, pero no dijo nada, volvió a mirar hacia adelante.

Había cierta tensión en estas mediaciones porque yo no quería traicionar los códigos, pero no podía resistirme a Melina. Daniel se daba cuenta de mi situación. Su casa quedaba a 2 cuadras de la mía, cruzábamos la plaza para agarrar después cada uno por su lado. En esa esquina del reloj nos podíamos quedar media hora conversando antes de ir cada uno a su casa. A veces yo pasaba por su casa y después me iba a la mía, demorando el inicio de la segunda mitad del día, que por lo general incluía alguna escena tortuosa con mi madre.

-Te gusta Melina.
-Me puede.
-El Chileno ya sabe. Creo que él también le tiene ganas. Ojo.
-Nunca toca los útiles de ella.
-Viste. Es piola la minita, y linda. Pero no te vuelvas loco por una concha. Es peor.
-¿Ella sabrá?
-Las minas se hacen las pelotudas, siempre saben esas cosas, por más que te digan que no. Saben lo que generan y lo usan, todo el tiempo. No le des bola. Mientras menos te importe mejor.
-Como si pudiese elegir.
-No porque las minas te hacen eso, te van midiendo, te van probando. Cuando están seguras de que ya te tienen, te dejan tirado.
-Quieran al demonio para vestirlo de santo. No sé dónde lo leí.
-Se. Algo así.

El invierno pasó rápido. De alguna forma encontraba ocasiones para conversar con Melina, la mayoría de las veces cuando ella se quedaba en el salón y yo volvía del kiosco con algo para convidarle. La hacía reir hasta que le dolía la panza, aunque era más difícil si Alejandra estaba con ella. Tambíen volví muchas veces con algo en cada mano para encontrar el salón vacío, o con Daniel esperando para hacer la del duende.

En julio fué cumpleaños de Héctor, hizo una cena en su casa. Supe entonces que su madre no vivía, y que vivía con su padre y su hermana. Espiando la biblioteca de su familia encontré un volumen de poesía maldita, selección de obras de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. Se lo pedí, y me lo regaló. Leyéndolo sentí escalofríos, calor, estremecimentos, impulsos de voluptuosidad confusa, una energía cada vez mas grande y profunda. En dos semanas ya lo había releído tres veces.

En esos cuatro meses soltamos un gato de mi madre adentro del colegio, subimos al perro callejero al 2º piso tentándolo con comida, armamos un muñeco con partes de distintas cosas del colegio y lo escondimos en un compartimiento, juntamos más de 30 borradores que llevamos a la casa de Héctor y tiramos por la ventana una máquina de escribir destartalada. A la salida, cuando el salón quedaba vacío, revoleábamos sillas que al caer sobre las otras hacían gran estruendo, y ante el cual salíamos disparados por las escaleras, saltando los escalones de a 4 o 5 a la vez.

A la salida, las veces que hicimos la caminata por la avenida comercial, hasta llegar a la parada antes del puente, donde Héctor y el Chileno tomaban su colectivo, armamos escenas en los negocios, falsos avistamientos de ovnis, buscamos parecidos bizarros entre los transeúntes (mayor el mérito cuanto más rebuscados: jugadores de fútbol retirados, actores de segunda línea, etc), y llegó a pasar que predicáramos el nihilismo con el método de los evangelistas, parando a la gente para decirle que la vida no tenía sentido, que deje de hacer como si lo tuviese.

 A la noche, salimos  a pintar paredes del barrio con aerosol, poniendo frases y dibujos improvisados, robamos enanos de jardín, pusimos candados en rejas desconocidas tirando la llave al desagüe, corrimos tirando botellas de vidrio al aire, colgamos la basura de las casas en las rejas, pusimos macetas de una casa en la de al lado y una vez pusimos el juego de mesas y sillas de jardín de una casa en medio de la calle. Al hacer estas cosas nos reíamos hablando de qué pensaría la gente al empezar su día de esa manera. Imaginábamos preguntas como “¿A quién se le ocurriría algo así?”, o frases como “Este país se va la mierda”, o “No te la puedo creer y la puta madre que me re mil parió…”. Entre otras.

domingo, 23 de octubre de 2011

El polimodal (12)


 Entre las réplicas punzantes, la dramatización de escenas supuestamente típicas de barrio, los diálogos de los Simpsons aplicados a niveles estrafalarios de la vida, y los impulsos de histrionismo, algo se iba formando entre nosotros cuatro. No paso mucho tiempo para que hiciéramos camarilla, nos cubriéramos mutuamente en todo momento y nos entendiéramos con una mirada. Nuestras bromas se iban haciendo más crípticas, un encadenamiento de códigos que nos separaba del resto, provocando una reacción hacia fuera y otra hacia adentro, incluso cuando en ambos casos se tratara de carcajadas (porque nosotros sabíamos el verdadero significado).
En algún momento fue que empezamos a hacer cagadas. Al principio nada importante, frases inconexas en el pizarrón que los profesores borraban desorientados, ruidos ventrílocuos durante la clase, peleas simuladas. Y después, empezó de verdad, porque ya eran operaciones con un procedimiento estipulado de antemano.

“El duende”: si en un recreo veíamos que todos se iban del salón, volvíamos para intercambiar todos los útiles de las mesas, sin que faltara nada. Era anunciada casi siempre por Daniel con una risa de nene diabólico. Mientras que en la 1º vez hubo revuelo, con cada repetición todos en general terminaron aceptándolo, resignándose a mirar buscando sus útiles en las mesas de los otros.

“Veneno”: sacar un objeto de una mochila para ponerlo dentro de otra. Descubrimos que funcionaba mejor con mujeres, surgían más conflictos y sorpresas antes y después de la “confesión” y también era sorprendente atender a la conducta de la que demoraba el momento, con creciente angustia. Más de una vez el objeto nunca volvió a su dueña original. Era mi preferida, requería estar atento a las enemistades y tensiones entre ellas, se anunciaba con un alarido de mono.

“Vómito”: dejar escupidas en cada una de las sillas (las sufría el turno tarde). Esa le gustaba al Chileno, la pedía haciendo una arcada forzada varios minutos antes de salir para que juntemos saliva, sobre todo si alguno de nosotros tenía flema. Después de la 4º vez la directora vino a hablar al aula preguntando qué nos pasaba a los varones, sin saber si culpar a un grupo o al otro, incluso derramó unas lágrimas. Ese tipo de cosas nos fortalecía mucho.

“Sarcófago”: Una palabra rara era elegida mas o menos al azar, y después tenía que ser incluida durante la lección oral, fuese individual o en grupo. Ideada por Héctor. Como al principio fue demasiado fácil, se agregó la complicación de sortear 4 papeles cuyo contenido debía mantenerse en secreto. En uno decía “gatillo”, en otro decía “disparo” (en los otros nada). El gatillo era encargado de hacer un chasquido con la lengua durante la exposición. El disparo tenía que incluir la palabra acordada durante los siguientes 10 segundos. La primera vez que el procedimiento completo estuvo listo, hubo que incluir la palabra sarcófago en medio de una lección sobre los menonitas.

Las operaciones en potencia fueron innumerables, muchas quedaron en la nada por impracticables o por falta de consenso en su mérito. No contaban las improvisadas colaboraciones que pudiesen surgir con resultados insólitos, porque no tenían un objetivo previo, o como decía Héctor, a priori. Además, fueron pocas las que ameritaron repetirse como para recibir un nombre. Héctor era el menos entusiasmado por las operaciones riesgosas, pero hacía de campana si era necesario. Daniel y Marcos ya levantaban sospechas por su conducta del año anterior, por lo que tenían que cuidarse de que nadie pudiese probar nada. Mi historial limpio y  mi imagen de estudiante aplicado me daban el margen para absorber el impacto, al menos por un tiempo. Si había que robar algo de preceptoría, yo iba. Si había que distraer al profesor acercándome a su escritorio para tapar su vista de alguna situación, lo hacía.

Una de nuestras mejores guías para el éxito de una operación era el rechazo y la desorientación del otro grupo varón. Eran seis en total, y no tenían parecían tener idea de por qué hacíamos las cosas que hacíamos, ni de por qué nos reíamos tanto realmente. Las confrontaciones no faltaron, y estuvimos cerca de tener enfrentamientos a la salida porque ellos eran un grupo mas o menos unido, pero la verdad es que nunca pasó nada. De alguna manera nos tenían miedo, capaz entendían que estábamos un poco locos, o a lo mejor no sabían de qué eramos capaces y preferían no saberlo. Las amonestaciones por cosas como fumar en el baño o salir del colegio para ir al kiosco de enfrente a comprarlos tenía a la mayoría al borde de la expulsión, eso tampoco los ayudaba.

Muchas cosas que hacíamos estaban orientadas hacia nosotros mismos, como la pirámide de sillas que hacíamos sobre la de Héctor al entrar cada mañana, y que él desarmaba con la paciencia de un trabajo fabril, como la plasticola que a Marcos le gustaba derramar entera adentro de nuestras cartucheras, como las quemaduras en el pelo que Daniel nos hacía con el encendedor si nos agarraba desprevenidos. Como el apodo que me pusieron al estilo dadá y para el que tuve que inventar una historia: Palito. No sentíamos miedo, culpa ni rencor. En vez de eso, nos hundíamos en la fascinación del mal, de que alguien saliese perjudicado en beneficio de risas que hacían doler la panza, incluso si el perjudicado era uno. Cualquier rebeldía en ese sentido era imperdonable para cualquiera de nosotros, castigada de alguna forma que obligaba a aceptar el daño de entrada la vez siguiente.

viernes, 30 de septiembre de 2011

El polimodal (11)


Daniel, un aparente pibe de familia bien, tenía una propensión al odio que enfocaba ciertos estereotipos, y que sostenía con argumentos y anécdotas. Para Daniel los gordos eran resentidos, las gordas no dejaban coger a sus amigas, las viejas eran conchudas, los pelirrojos eran mufa, los hinchas de independiente eran todos amargos, los tarjeteros eran pelotudos, los hipocondríacos eran simplemente mentirosos, y los chupamedias merecían morir. Su fuerza no estaba en la credibilidad de sus historias, sino en la forma en que las contaba, su habilidad para obligar al que oía a reírse, y al hacerlo, aceptar tácitamente que Daniel tenía algo de razón. El colectivero que seguía de largo y mirando fijo hacia delante siempre era gordo. Si en un partido la cámara enfocaba a un pelirrojo en la hinchada la siguiente jugada contra Racing terminaba en gol. Si una  historia con una chica se frustraba siempre había alguna gorda de por medio. La menstruación en realidad era un mito para atormentar a los hombres. Muchas veces lo escuchaba decir cosas que no tenían sostén alguno y que se imponían por la pura fuerza de su carisma. Esto él lo sabía muy bien, pero lo tomaba como un desafío: no tener razón era una desventaja inicial, nada más. Organizaba constantemente bromas en las que la víctima de un día era el cómplice del siguiente, aminorando el costo de las venganzas en su contra. Los varones fuera de nuestro grupo no lo soportaban, hablaban mal de él a todo el mundo pero les costaba hacerles frente sin quedar en ridículo. Algunas chicas lo veían como a un pibe que se hacía el loco, otras hacían saber sin problemas que “le daban”. Unas pocas lo tomaban en serio (como Fernanda) y lo odiaban. A éstas Daniel siempre sabía hacerlas quedar mal. Y Cada vez que él tornaba las cosas a su favor, con uno de nosotros, con gente del curso o con los profesores, me mostraba la manera en que funcionaba el mundo de verdad.

Con Daniel se sentaba Marcos, morocho y vestido al estilo hardcore. El Chileno era un morboso, gustaba de generar asco con sus comentarios. Sus temas preferidos: fijaciones sexuales enfermizas. La lista de cosas por las que el Chileno había dejado en claro sentirse atraído era muy amplia, y a la vez no podía descartarse ninguna, por lo que cualquier cosa podía tener connotación sexual, y todos tenían que andar con cuidado de lo que decían. Nada ni nadie se salvaba. Los varones del lado de la ventana no querían meterse con él, sabían que era capaz de besarlos en la boca sin aviso. Lo extraño era que el temor a darle algún pie actuaba en hombres y mujeres como una tendencia a quedar mal parados. Una vez Natalia, de pocas luces, dijo que su perra había tenido cachorritos, y cuando el Chileno se le apareció al lado preguntándole si le regalaba uno, se tapó la cara con horror, mientras unos pocos nos reíamos. Otra vez Pamela, la petisa tetona, dijo a la profesora de Inglés que había pasado con el colectivo por al lado del lugar de un accidente, con patrulleros y una ambulancia, y que había visto un cuerpo manchado con sangre, postrado al lado de una moto. El Chileno se paró con urgencia y los ojos bien abiertos, y preguntó donde había sido eso, y preguntó a la profesora si podía salir a hacer algo importante. Si pescaba a alguien mirándolo, le guiñaba el ojo o le sacaba la lengua lascivamente. En los recreos gustaba de tomar elementos de los demás y pasárselos por abajo de los calzoncillos, y en clase esperábamos con ansia el momento en que esa lapicera era llevada a la boca, mordida, chupada. Entonces era imposible no tentarse, no dar y recibir codazos en las costillas, ante la incomprensión del resto.

Héctor era más tranquilo, odiaba los deportes y parecía tener un desprecio por el mundo adolescente en general, como si él fuese un adulto, como si él hubiese estado obligado a serlo desde hace tiempo. Trabajaba en el kiosco de revistas de su padre, íbamos a hacerle compañía de vez en cuando a fuerza de ajedrez, mate y pedirle prestado alguna revista para hojear (nunca para llevar a casa). Su condición de presidente del Centro lo llevaba a ausentarse de clase con frecuencia para atender distintos asuntos, y los profesores no le decían nada porque sus notas siempre iban por encima de lo necesario. Se sorprendió cuando le dije que había leído el Leviatán de Hobbes, y se rió mucho cuando le dije otras cosas que había leído, como Jorge Bucay y Paulo Coelho. Le dije que no tenía mucho para elegir en mi casa, y me ayudó con la bibliotecaria para poder llevarme cosas fuera del colegio. También me pasaba algunos textos sobre política, la mayoría sobre marxismo y anarquismo, pero también sobre filosofía e historia. Le gustaba escucharme sacar conclusiones, por momentos parecía sacarlo de su aburrimiento. A medida que iba ganando su confianza, deslizaba su humor ácido en voz baja, entendía sus pensamientos con miradas o gestos leves de indicación, muchos eran para remarcar las maneras nefastas en que los profesores manejaban el poder que tenían, lo inútiles que eran las clases en sí. Héctor decía aprender más escuchándonos a nosotros que a los profesores, y eso no era necesariamente un elogio para sus amigos. Una vez discutimos porque yo dije que todos somos libres de elegir, siempre. Él decía que en ciertos momentos de la historia fue imposible elegir, como en la dictadura. Yo puse ejemplos como el de William Wallace en Corazón Valiente, y él dijo que películas como esa eran productos del sistema liberal-capitalista para alimentar la ilusión de la libertad ante la injusticia, perpetuando esta última. Yo dije que si me apuntaban con un arma, aún era capaz de elegir, y él dijo que eso era mentira, como si a mí me faltase todavía entender la gravedad de una situación así.

Al principio yo viví de hacer imitaciones improvisadas, pero eso no podía durar mucho tiempo. De Daniel aprendía a estar mas seguro de las cosas que decía, o en todo caso aparentarlo. De Marcos a usar en mi favor el rechazo que pudiese generar alguna actitud mía, transformando equívocos en risas. De Héctor a tratar de mirar siempre un poco mas allá de la escena, de entender el esquema en las situaciones y predecir el siguiente movimiento. Pero mi principal recurso se volvió esperar el momento exacto para rematar situaciones con una frase. Me constaba contar chistes, la presión de que lo último que vaya a decir tenga que ser gracioso me sobrepasaba, pero con mis remates lograba por un momento captar varias cosas a la vez y darles un sentido. Eran actos completamente originales, en el sentido de que no había guión que marcase esa línea a decir, que sin embargo venía de lo más profundo de mí, como un rayo que me obligaba a abrir la boca y recibir las risas, a veces generales, y a veces mas restringidas. Eran momentos dorados, en los que me sentía capaz de todo, en los que me parecía que el destino me tenía reservado para decir esas palabras en ese momento y lugar, para hacer reír. De repente todo tenía sentido para mí, como si el curso fuese una gran comedia y yo estuviese llamado a representar un papel.

Melina tenía el pelo negro, largo y lacio, tapando la mitad de su diminuto torso. Sus rasgos eran una mezcla de árabes con europeos, su ascendencia, como la mía, debía ser portuguesa por su apellido, Castelo. Escuchaba todas nuestras conversaciones, la veía de espaldas encorvar los hombros o tirar la cabeza para atrás al soltar una carcajada, incluso golpear la mesa con fuerza. Cada vez que hacía reír a Melina, me anotaba un punto.  Y cada vez que Melina reía, yo tenía que saber la causa, incorporarla para mis intervenciones. Cada día era un avance en mi conocimiento de lo que a ella le hacía gracia. Tanto los planteos de Daniel, como las salidas del Chileno o mis remates la tentaban, pero mientras que en ellos dos era un efecto entre otros, para mí se fue volviendo cada vez más en una meta precisa. Hubo veces en las que me conformaba con un murmullo solo quebrado por esa risa demoníaca, o con verla sonreir un poco y decirle algo a su compañera de banco, Alejandra. A veces fallaba y percibía su disgusto, y me aseguraba de no repetir el error. Sentía que iba encontrando sus puntos sensibles, calándola, adquiriendo cierta clase de poder sutil sobre ella, poco en comparación al que tenía su risa sobre mí. Nulo, irrisorio al que empezó a tener cuando empezó a voltearse hacia mí al reirse, mirándome. Sus ojos eran oscuros, mucho más que los míos. Me tenía.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El polimodal (10)

Las primeras semanas fueron difíciles. En casa nadie se levantaba a las 7 excepto yo (papá salía de casa a las 6), y apenas desayunaba algo mientras ponía la tele de fondo. Hacía el mismo camino que antes, encogiendo los hombros por el frío de la mañana, con mi cabeza todavía entumecida por el sueño.

Me sentaba solo, adelante, y durante el recreo me quedaba en el salón, dormitando con la cabeza sobre la carpeta. En clase no intervenía, y si los profesores preguntaban algo me contenía, esperando que alguien respondiese en mi lugar. Solo participaba si me lo pedían expresamente. Entonces sentía que todos me miraban, y yo quería desaparecer, no existir para nadie. A la salida me cruzaba con los de la tarde, así me enteré de que todos los varones repitieron menos César. La primera vez que crucé a Patricia, en la escalera de la entrada, se me quedó mirando como a un fantasma, me saludó y no supe que decirle, antes de que la marea de gente se pusiera entre nosotros.

Pasado el mediodía llegaba a casa, si no había cruzado a Fede en el camino lo veía entonces, terminando de cambiarse. Mamá podía no haberse levantado, la otra posibilidad era verla saliendo del baño en camisón, a lo sumo cocinando algo. Con la tarde libre, me dedicaba a leer cualquier cosa que encontrase en casa: en los estantes del living había algunas novelas, en el escritorio de Emiliano había fotocopias de la facultad sobre política y derecho, y en la cajonera de Hernán había una caja de lata llena de cartas de las chicas con que estaba o había estado.

Fue recién pasado un mes que hubo que hacer grupos para trabajos prácticos, y ahí conocí a los pibes. Daniel, un flaco de ojos claros, su voz ya me era familiar por escucharlo putear y hacer chistes a costa de cualquiera (fuese amigo suyo o no). Marcos, alias el Chileno, le gustaba hacer frases morbosas para quedar como un enfermo. Héctor, presidente del Centro de Estudiantes, nunca se exaltaba demasiado y siempre parecía saber más que todos sobre todo: política, música, cine. Juntarme con ellos se hizo costumbre, empecé a sentarme con Héctor. Al principio me aceptaron por mi capacidad de redacción para las respuestas, a mí me encantaba hacerlo porque en ocasiones se trataba de resumir los puntos en común a partir de discusiones acaloradas entre ellos, de a poco iba interviniendo también. A veces los enunciados finales no tenían mucho que ver con lo que la actividad pedía, pero no importaba, era divertido hacerlo así. Para conversar con ellos era necesario tener algo de imaginación, capacidad de réplica instantánea, conocimiento óptimo de los capítulos de los Simpsons, y no estar pendiente de quedar bien con las mujeres. Para ganar una discusión valía cualquier cosa, y tener razón no garantizaba nada.

Solo entonces empecé a mirar de verdad al curso, a sentirme parte de él. Del otro lado del salón se juntaba el grupo de varones mas preocupados por salir a bailar e impresionar a las mujeres, de responder a los profesores con ignorancia y gesto cómplice. Minas lindas había varias, eso lo supe desde el principio, pero ahora mirarlas me ayudaba a olvidar Patricia. Y tal vez no fuese solo eso, porque con cada día que pasaba, y en relación directa a los chistes que hacíamos los pibes, resonaba en mi cabeza la risa de la chica de pelo negro y lacio sentada contra la pared, cerca nuestro. Melina se llamaba.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Vacaciones (Polimodal-9)




 No aparecí para el acto de fin de año, menos todavía para la fiesta que hicieron después. La mitad del verano la pasé en el delta de Entre Ríos, en la casa de la familia de mi madre. Íbamos casi todos los años, siempre había que limpiar la costa de maleza y ventilar la casa. Pescar, limpiar el pescado, hacer leña, remar, machetear. Comiendo a la luz de un farol de querosén. Mirando correr el agua del río, hacia el este de día, bajando. Hacia el oeste de noche, en subida.

 Papá iba los fines de semana, la mayoría del tiempo estábamos solos con mamá. Si el día era soleado mis hermanos y yo nos metíamos al río, intentando piruetas por turnos. De noche hacíamos grandes montañas de ramas secas y las llamas subían varios metros. Nos quedábamos pescando hasta tarde, hablando boludeces , avivando las brasas. Volver a ese lugar era volver a ser chico. Podía estaba triste, apático la mayoría del tiempo, pero también me divertía escuchando las historias de terror que inventaba Hernán, o las anécdotas de peces enormes que contaba Emi. Por algunos días venía algun tío o tía con sus hijos (con quienes podíamos jugar a la escondida), o incluso la abuela, lo que era muy festejado por todos nosotros. En un lugar así, donde por momentos la única salida era escuchar la radio o leer revistas viejas, todo ser familiar era bienvenido, incluso aquellos a quienes nunca iba a visitar si de mí dependía.

 Generalmente a la hora en que todos dormían la siesta o tomaban sol, me ponía a escribir en un cuaderno anillado. Escribía sobre Patricia, sobre los sueños o pesadillas que tenía cada noche, sobre mi creciente ateísmo, sobre  la muerte, sobre el aburrimiento y la pena que por momentos me agarraba, aunque cada vez menos. Hacía algunos intentos de escribir en verso, bastante flojos. También hacía dibujos, bosquejos que en su mayoría no mostraba a nadie, a lo sumo a Fede.

 A veces un viento frío hacía silbar los sauces, y mamá decía “sudestada”. Podía significar simplemente que el agua suba un poco durante el día. Pero si se veía en el horizonte una columna de nubes oscuras avanzando, el viento iba tomando fuerza. Cuando oscurecían el cielo, el viento era capaz de revolear cualquier objeto liviano, incluso de tumbar personas adultas, por lo que había que entrar todo a las corridas y con cuidado de no caerse al río. Los relámpagos y truenos se sentían mucho más fuerte que en la ciudad, y cuando finalmente se largaba la lluvia, sabíamos que duraría hasta el otro día. Esas tormentas siempre habían tenido un halo apocalíptico para mí, las respetaba. Emi siempre decía que en la sudestada andaba el surubí, y se lamentaba de que mamá nunca lo dejara ir a encarnar chicotes y espineles en medio del vendaval. Esa vez quiso aprovechar la distracción de mamá que entraba las cosas con Elena, pero necesitaba alguien que lo acompañe en el bote. Me ofrecí. Mamá nos vió tarde, apenas escuchamos sus gritos desde el otro lado del río. El agua empezó a arreciar a mitad de camino, pero me sentía terriblemente bien. Ya no tenía miedo. Ni a la tormenta, ni al castigo de mamá, ni al fin del mundo. A nada.

 El viaje de vuelta fué de noche, la última semana de febrero. Adoraba viajar en la lancha de noche, sobre todo al cruzar el Paraná en medio de la marejada, antes de que saliera la luna. Cuando llegamos a casa, recuperé todos los lazos con la civilización y la tecnología, prendiendo la tele y subiéndole el volumen, viendo las noticias, prendiendo y apagando las luces frenéticamente, poniendo la cara contra el ventilador, sacando algo frío de la heladera para tomar. Solo entonces sentí la verdadera energía de un nuevo año.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El polimodal (8)


Terminaba septiembre cuando Carina me preguntó que me pasaba.

-Andás raro vos… es por Pato ¿no?
-Parece que acá se sabe todo ¿Ella te dijo?
-¿Querés saber?
-Si.
-No, no fue ella. Pero eso no importa nene, vos estás mal, te veo que estás mal. Esa cara, por favor, dónde quedó el Nico que yo conozco...
-Se quedó en esa esquina, para siempre.
-¡No seas exagerado! ¿Y cómo es eso de que te vas a cambiar de turno?
-Es posta.
-¿Y por qué? No la vas a conquistar así eh.
-No importa.
-¿Cómo que no importa? ¿Y nosotros no te importamos?
-…
-¿Ni un poco?
-Te voy a extrañar Cari.
-Me estás jodiendo.
-Ojalá.
-Forro. ¿Por qué no hablaste conmigo antes?
-Habría sido lo mismo. Si no gusta de mí.
-Ves que no entendés nada. Dale tiempo y vas a ver. Pero cambiándote de turno…
-No puedo esperar. Yo…
-¿No vas a terminar el año con nosotros por lo menos? ¿Ya tiene que ser?
-Pregunté y no hay vacantes, tengo que esperar al año que viene. Seguro repite gente y me hacen el hueco dijeron.
-La verdad… me dejás sin palabras. Pensé que era mentira.
-Perdón Cari. Te voy a extrañar, de verdad.

La miré a los ojos, amagando una sonrisa. Me alejé caminando hacia las escaleras, momentos antes de que sonara el timbre que marcó el final del recreo. La idea de cambiar de curso había sido lo único que me dio cierta sensación de control de la situación. Patricia no podía obligarme a mantenerme cerca de ella después de rechazarme. No pensé mucho en si estaba lastimando a mis amigos. No lo hice porque todos en ese curso, día a día, dejaban de existir para mí.

La semana después de hablar con Carina, Carlos me dio un papel doblado con mi nombre. La letra era de Patricia, sin duda. En esa carta me pedía que por favor no me cambie a la mañana. Decía estar triste porque yo ya no le hablaba, que ni siquiera la saludaba, que cómo podía ser que le hiciese algo así. Decía que no podía estar conmigo en ese momento, pero que más adelante era posible. Decía que lo que yo le había dicho era muy fuerte y que necesitaba tiempo. Decía algunas cosas lindas sobre mí, y me pedía perdón por no poder darme una respuesta segura. Leí esa carta tantas veces que me la aprendí de memoria. Al otro día le escribí. Mi carta decía que si no la había saludado ni le había hablado era para no hacerla sentir incómoda, que quería borrarme de su mapa para que pudiera estudiar tranquila, que no quería obligarla a verme. Le preguntaba qué le impedía estar conmigo, y por qué tenia que ser más adelante y no ahora. Decía que me había costado mucho decirle lo que sentía, y que a lo mejor me habría ido mejor si hubiese ido mas despacio, pero que lo que sentía por ella no me había pasado nunca, y que por momentos no sabía qué hacer. Le decía que era la chica mas linda que había conocido y que verla tan cerca era una tortura para mí. Ella nunca respondió.

Juan reconocía en esa carta el tesoro que era para mí. Juntos la habíamos desmenuzado, aislando ciertas frases, intentando analizarlas, sacando conclusiones. La llevaba siempre conmigo. Juan estaba conmigo el día que a la salida, un tipo que debía tener como mínimo 26 o 28 años, saludó a Patricia con un beso en la boca y se fue por Entre Ríos, caminando con ella de la mano. Juan vió cómo la miré hasta que doblaron en Tucumán camino al Bajo, y no dijo nada cuando saqué la carta del bolsillo de mi pantalón y la rompí, tirando los pedacitos en el tacho de la esquina. Juan supo por mi cara que si antes había dudado de cambiarme, a partir de ese momento supe que iba a hacerlo. Juan era el único que entendia que a veces lo mejor es caminar en silencio.

lunes, 5 de septiembre de 2011

El polimodal (7)


Lunes al mediodía, en mi cama. No quería levantarme. Un fin de semana en el que pude zafar de ir al banquete familiar en lo de mi abuela, solo para quedarme en casa, mirando por la ventana de mi pieza cómo caía la linea del sol en el paredón, cómo se acercaba lo imposible. Tener que verla de nuevo, esquivarla ¿Cómo? Y solo para evitarle el problema de esquivarme. Ya no podría saludarla, eso seguro. Tampoco podía faltar, en algún momento tendría que ir y sería peor. Tenía que levantarme, tenía que ir. Prendieron la tele en el comedor, era mamá levantándose. Me convenía ocupar el baño antes de que ella pasara. Me levanté.

Llegué tarde, media falta. La clase de Matemáticas ya había empezado. Desde la puerta, en la esquina del fondo del salón, me pegué a la pared para llegar a mi lugar. Tardé media hora hasta subir un poco la vista y verla copiando. “¿No copias nada?” me dijo Carlos. “Ya vimos esto” le dije, glacial. Carlos iba en picada con varias materias, incluyendo matemáticas. Necesitaba de mí más que nunca y yo ya no podía ayudarle. No podía ayudar a nadie.
Hicimos grupo para Geografía, pero mi capacidad ese día era tan nula que César agarró el libro y se puso a buscar las respuestas él mismo. Me limité a aprobar las que propuso, y a copiarlas cuando dictó.

En el recreo quise quedarme en el salón, pero Carlos me insistió para ir al patio.
-¿Qué te pasa pelotudo? Contáme.
-Nada.
-Qué nada, estas con una cara de concha desde hoy. Qué pasó.
-Le dije.
-Qué dijiste. A quién.
-A Pato.
-Qué le dijiste.
-Que estoy enamorado de ella.
-¿No ves que sos un pelotudo? Ahora ya está.
-El qué.
-No viste que la semana pasada la vino a buscar la hermana, va a la 20.
-…
-Zafa. Y dice que te vió y que gusta de vos, pero ahora cagaste todo.
-Y qué tiene si no quiero a la hermana.
-Pero así empezabas a ir a la casa, le dabas celos, entendés, y al final te comías a Pato. Ahora ya fué. No me avisaste encima ¿Por qué no me avisaste?
-No sé.
-Bueno, y qué te dijo ella.
-Que me quiere como amigo.
-Hija de puta. ¡Vos también! ¿Cómo te vas a mandar así de una? Cuándo le dijiste.
-El viernes a la salida.
-Qué hiciste.
-Nada, se iba caminando sola, ya se habían ido todos. Fui y le dije. Le dí un bonobón.
-¡Un bonobón! Jajaja… ¿te lo devolvió?
-No, se lo quedó, se puso así como nerviosa, me dijo eso, me saludó y se fue.
-¿Y ahora que vas a hacer?
-Nada.
-No pensás hacer nada.
-Qué se yo. No iba a venir hoy, pero sino después era peor. Igual me voy a cambiar de turno, a la mañana.
-Dejáte de joder, por una mina…
-No puedo estar ahí con ella, no puedo… me viste hoy, no puedo estar así.
-Sí, así es Juan. Te andas juntando con él, mirá donde estás ahora.
-…
-Tranquilo Nico, no hablés con nadie y dejame hacer a mí.
-¿Qué vas a hacer? No quiero que hables nada eh.
-¿Qué te pensás, que Carina no sabe? Fija que ya sabe. Dejáme a mí.
-No, dejalo así…  No quiero molestar a Pato, al pedo.
-Bueno ¿Le dijiste a alguien más de esto?
-A nadie.
-Listo, no le cuentes a nadie entonces. Y si vas a hacer algo así de nuevo avisáme, no seas boludo.

A la salida Juan me acompañó a casa, se dio cuenta de que había pasado algo y me preguntó. Cuando le dije, esperaba que tuviese alguna expresión de regocijo, de “bienvenido al club”, pero lo vi muy serio, escuchando todos los detalles que yo necesitaba contar para graficar el momento. Se sorprendió cuando le dije que quería cambiarme al turno mañana. Le dije que no podía soportar verla todos los días, tan cerca mío, sabiendo que nunca iba a ser mi novia. Le dije que era demasiado para mí. “Soy débil, Juan” le dije. “No, Nico –dijo-. Ya entendiste que es mejor olvidarla. Yo soy débil”. No le respondí. Caminamos en silencio el resto del camino.

Con cada día se repitió lo mismo. Despertar era sentir que iba a tener que verla de nuevo. Caminar hacia el colegio era acercarme a ella. Llegaba tarde casi siempre, a veces la portera me dejaba pasar sin avisar a la secretaria y llegaba al aula antes de que pasaran lista. Me daba mucha vergüenza que Patricia pudiese sentirse incómoda por mi presencia, entonces intentaba pasar desapercibido. Hablaba mucho menos, casi no hacía chistes, y era difícil reírme. Si lo hacía, me paraba en la mitad, como un enfermo que olvida por un momento su dolencia, intentando levantarse, para sentir un dolor en el pecho y volver a reposar. Sentía la necesidad de estar solo, de cerrarle las puertas a todo el mundo. Si mis amigos se juntaban en el fin de semana, buscaba excusas para no ir.

Cuando caminaba solo hacia mi casa lloraba, y entonces me quedaba un rato en la esquina, hasta sentir que mis ojos no estaban hinchados. En casa también, cuando estaba solo y sentía que el aire no podía entrar, que nada tenía sentido, que cómo era posible sentir algo así por alguien y no ser correspondido. Cómo podía ser que todas las películas, toda la música se la pasaran hablando del amor, repitiendo siempre el mensaje de “hacé lo que sientas”, de “no esperes más, decíselo ¿Y si ella está esperando que lo hagas?”. Me sentía enfermo si ponían la radio, cada estribillo de los temas de moda me parecía peor que un vómito. Sentía tristeza, pero por momentos sentía odio. Cómo podía ser que nadie me hubiese avisado que el amor podía ser así. Me sentía víctima de una trampa, de un mundo  alimentándome día a día de esperanza para después no avisarme que había un paredón infinitamente alto. Y cuando intentaba negarle lugar a mis sentimientos por Patricia, la recordaba de perfil, escribiendo en la carpeta. No podía no amarla.

Me ocupaba mucho menos de las tareas que hacía para ayudar a mamá, y los domingos de limpieza general me volví intratable. A veces faltaba al colegio y me quedaba mirando la tele en el fondo de casa, mientras mamá miraba la del living o se ocupaba de la ropa en el lavadero. A veces discutíamos y yo terminaba barriendo el patio. A veces subía a la terraza y caminaba por el borde, haciendo equilibrio, o me quedaba sentado, con las piernas colgando, mirando pasar los coches. A veces agarraba la bici de Hernán y salía a dar vueltas, y algunas de esas veces me encontré casi sin darme cuenta cerca del Bajo de Pacheco, peligrosamente cerca de la casa de Patricia. Incluso una vez paré a una pareja mayor y le pregunté si conocía la casa de la familia Van Hess, pero no tenían idea. A veces ponía el disco de solos de piano de Emi, para escuchar Moonlight Sonata de Beethoveen, mientras hilaba los momentos felices antes de mi sincericidio con lo que vino después. Cuando terminaba lo volvía a poner. Una y otra vez.

El polimodal (6)

 Incluso cuando me levantaba pensando en que ese sería el día, siempre encontraba una excusa para posponerlo. Podía ser que la ropa que quería ponerme no estuviese limpia, que mi pelo se pusiese inmanejable o que durante la clase Patricia se mostrase inusualmente seria. Varias veces a la salida dejé ir a mis amigos, diciendo que necesitaba sacar libros en la biblioteca, para salir un minuto después y detenerme en la esquina, sintiendo que era el momento, y sin poder dar un paso más, mientras la veía alejarse. Otras lograba caminar hacia ella, pero de repente creía percibir una mala señal: una paloma que se posaba inesperadamente sobre una rama, un gato que no lograba saltar un paredón, o una ráfaga de viento que pegaba de costado, llevándome de vuelta por Jujuy. Si Juan venía conmigo ese día, me esperaba a mitad de cuadra, sin decir palabra.

No siempre, pero a veces podía saludarla con un beso de mejilla, más que nada cuando estaba en grupo. Entonces podía dárselo como a una chica entre varias, sin miedo a quedar en evidencia. A la salida podía pasar también, en la esquina que siempre nos dividía. Parecía mentira estar así de cerca de darle un beso de verdad,  y recogía un placer tan impune en ese instante, que por miedo a que se diera cuenta resignaba muchas ocasiones de hacerlo.

A veces me enojaba con ella, me mostraba molesto con todos en clase y salía solo, directo hacia mi casa, a despecho de cualquier posible iniciativa que ella pudiese tener. No podía evitar pensarla caminando detrás de mí, apurándose para tomarme del brazo y preguntarme qué me pasaba. Posibilidad que se hacía absurda cuando hacía una cuadra, llegando a la plaza. En vano me detenía un momento en la esquina, aprovechando el bebedero de la heladería.

Cesar gustaba de Débora, aplicada y cortante, por momentos agresiva, tenía un peinado que (especulábamos) la madre debía hacerle todas las mañanas. Sus chances no parecían mayores a las mías. Sole ignoraba completamente a Juan, una vez incluso se rió en voz alta cuando Natalia lo mencionó en una conversación. Carlos y Ezequiel la zafaban, siempre parecía irles bien y nunca se enganchaban con nadie. “Lo que pasa es que vos pensás demasiado” me decían. Pero estar en el colegio era muy distinto a ir a bailar.

En un boliche el alcohol anula la capacidad de pensar bien, entonces la cabeza agarra el primer salvavidas que encuentra, las decisiones son rápidas, actuar por impulso se vuelve lo mas lógico. La música está tan alta que reduce las conversaciones al mínimo, todo tiende a resolverse con miradas, alguna frase, un gesto, bailar un tema o dos. La oscuridad y la cantidad de gente hacen que uno pueda enfrentar muchos fracasos como si fueran el primero, incluso a pocos metros de distancia (algunos se dedican a tocar los culos de todas las que pasan en fila). Pero la oscuridad, también hace que las personas se vean mejores de lo que son.

La tarde del viernes 31 de agosto de 2001, en la esquina de Jujuy y Entre Ríos, no tenía oscuridad, ni música, ni un tumulto de gente donde esconderse en caso de una derrota. Salimos temprano, había faltado la profesora de inglés. Todos se habían ido, y Patricia se quedó hablando conmigo en la esquina. No había sol, mala señal, pero reíamos. En mi cuaderno de comunicados yo había puesto “Sres padres: la profe faltó por borracha que es, nos vamos a la mierda…” y la preceptora como nunca leía nada lo había firmado igual. Y entonces se lo dije. Todo.

sábado, 27 de agosto de 2011

El polimodal (parte 5)


No llovió mucho ese año. Y no podría decirse que fue un invierno realmente distinto a todos, pero no puedo olvidarlo. Cada vez que salía del colegio, doblaba la esquina con mis amigos, agarrando la calle Jujuy. Siempre buscaba alguna excusa para parar un ratito en la esquina, mientras veía a Patricia seguir derecho sola por Entre Ríos, haciendo una cuadra hasta llegar a Córdoba y doblar a la derecha. Retengo imágenes de cuando la veía caminar así: con sol, su pelo agitado por el viento seco, su bufanda roja y amarilla, su campera negra encima del guardapolvo blanco, su mochila pequeña; o nublado, con mejillas coloradas, pelo recogido, a veces mojado por el rocío, su mirada al piso, de regreso a lo que sea que soportase en su casa. Córdoba, la calle que hacia la izquierda, varias cuadras mas arriba, cortaba Tucumán, en la esquina de mi casa. Esquina en la que a veces me paraba, cuando necesitaba sentirme más cerca de ella, mirando hacia el fondo, para recordar que sólo me separaban 6 cuadras hasta su casa (las dos últimas en bajada, por eso ese barrio se llama el Bajo de Pacheco), para recordar que al día siguiente la vería de nuevo, y que entonces nos separarían apenas más que unos pasos. Podía salir a la esquina a la tarde, cuando se veían mas allá del bajo los terrenos descampados de la Radio Nacional, y mas al fondo los edificios blancos cerca del centro del Tigre. Podía ser a la noche, cuando el brillo del neón daba a las calles ese tono anaranjado que fascina a los noctámbulos, cuando los árboles pelados rasguñaban el aire y las hojas me hablaban de que Patricia dormía.

Córdoba era la calle que Juan había empezado a agarrar conmigo para ir a su casa, haciendo un leve desvío. Mis conversaciones con él constantemente recaían sobre el sentido de la vida, sobre estar enamorado, sobre la posibilidad de ser feliz. Él había llegado a pensar que de conseguir lo que quería con Sole, entonces habría sido mas infeliz que nunca, porque seguro se decepcionaría y después ya no tendría nada con qué ilusionarse. Yo me defendía de ideas de esa clase, no quería resignarme a ver en Patricia un espejismo, no podía aceptar que todo mi sufrimiento fuese en el fondo tan vacío. A mi favor estaba el hecho de que no importaba que dijera Juan sobre el amor, a la mínima llamada habría ido corriendo hacia Sole. Nunca me lo negó. El entendimiento con Juan llegó al punto de que nos alcanzara con intercambiar una mirada para transmitirnos pensamientos acerca de las cosas que sucedían en clase, a veces de melancolía, cuando Sole o Pato reían o respondían a un profesor en voz alta. A veces de acidez corrosiva, cuando alguna de las dos hacía o decía algo que las dejaba mal paradas, como si eso resaltara la falacia implícita en la imagen que teníamos de ellas. Aún cuando hubiésemos dado la vida por ellas, sin pensarlo.

Fueron tantas las veces que vi a Patricia alejarse caminando sola por Entre Ríos que empecé a tener una sensación de loop, de repetición de una secuencia interminable. En esos deja vú veía una nueva posibilidad desperdiciada de decirle todo lo que sentía, de terminar con mi angustia, de descubrir si yo le interesaba o no. Con cada día, empezó a tomar forma a su lado mi figura fantasmagórica, proyección holográfica de cómo sería ir caminando con ella por Entre Ríos hasta llegar a la Córdoba, hablando, riendo, demorando la despedida en esa esquina de direcciones opuestas, al principio con un beso en la mejilla, y después quien sabe. Así imaginé muchas maneras de encararla, en cada una veía errores que me erizaban la piel, al tiempo que me sentía a salvo por estar todavía en la antecámara de esa escena, por sentirme así como un viajero del tiempo que ensaya una y otra vez distintos futuros hasta quedarse con el mejor. Decisión que creí tomar cuando llegó Agosto.

martes, 23 de agosto de 2011

El polimodal (parte 4)


Estábamos esperando Carlos y yo en la fila para entrar a La Mónica, cuando Ale y  Tincho se pegaron a nosotros, nos dijeron que el grupo de Diana ya estaba adentro. Una vez que entramos pedimos cervezas, y no llegó a pasar una hora cuando la hermana de Diana me agarró del brazo y me llevó hasta donde estaban sus amigas. Diana estaba justo enfrente de mí, no me miraba. Eso me molestó, pero me acerqué a ella y empezamos a bailar. Ella miraba hacia abajo o al costado, no sabía si por tímida o por orgullosa. Solo fugazmente sorprendía su mirada de reojo. Habíamos bailado más de 5 minutos cuando sin aviso alguno acerqué mi boca rápidamente a la suya, que respondió a mi movimiento instantáneamente, como si hubiese estado esperándome. Nuestras lenguas chocaron como dos fieras soltadas en el coliseo, encarnizándose en la lucha. Se sentía bien, muy bien de hecho. Apreté su cuerpo más estrechamente contra el mío, una mano en su cintura y otra detrás de su cuello, y la besé más fuerte, abriendo más mi boca y esforzándome por meter mi lengua más allá de su paladar. Ella parecía buscar lo mismo conmigo. Pasaron unos minutos hasta que sentí que su deseo aflojaba, que su  boca empezaba a cerrarse cada vez más. Retiré mi lengua del todo y le di unos besos suaves sobre sus labios húmedos. Abrí mis ojos al hacerlo, ella los tenía cerrados aún, vi su boca esperando un poco más de esos últimos resquicios de placer, y entonces Diana no me pareció ya mediocre, sino fea. Bailamos un poco más, y cuando solté su mano, en seguida se dio vuelta y bailó sola la cumbia, como si nada hubiera pasado.  Me apresuré en volver con mis amigos, Carlos me señalaba riéndose, decía “¡te vi guachín, te viii, le comiste la boca! jaja”. Solo él sabía que había sido mi 1º beso. Me pasó la cerveza y tomé un trago largo. Esa noche Carlos se tranzó 3 minas. Yo me limité a seguir tomando cerveza mientras lo veía chamuyar. Se reía, Carlos siempre se reía.

Yo no trabajaba, el único dinero que conseguía me lo daban mis padres con cuentagotas, no podía salir a bailar siempre, pero me las arreglaba para ir de vez en cuando con Carlos, a veces venía también Ezequiel. El otoño fue pasando así. Carlos me daba consejos para chamuyar, me faltaba algo de carisma pero estaba aprendiendo a bailar bien. Una vez una chica preciosa de ojos verdes me tomó de las manos y empezó a bailar conmigo, me dijo que por favor no la soltara porque su novio era un idiota y quería hacerlo sentir mal. Estuvimos un rato así, ella mirando por encima de mi hombro para cerciorarse de que su novio la veía bailar con otro, mientras yo intentaba sacarle conversación. Otra vez estaba subido a una tarima con mucha gente mientras una pecosa rozaba sus tetas contra mí, entonces le dije “me pasan cosas con vos”. Se rió y se dio media vuelta, buscando a otro para rozarse, a lo mejor alguien que no le viniera con cuentos.

Otra vez caminábamos con Carlos entre la gente con nuestras cervezas, y Carlos me dijo “¿Viste como te miró esa boludo? Andá y encará”.  “¿Posta?” le dije. “Si, si, está con vos, dale, dale andá”. Estaba buena, le ayudaba el maquillaje, tetas medianas y culo grande. Me dije a mí mismo que no solo me la tranzaría sino que le manosearía el culo. Todavía me miraba, sin desesperación pero sin disimulo. Me acerqué y sin preguntar la tomé de la mano. Pasaban una cumbia que me gustaba, hacía gestos con la letra, coordinando los pasos. Ella sonreía. Al rato levanté su mano y la hice dar vuelta, y en la mitad me pegué a su espalda, ella no protestó. La agarré del vientre y las caderas, bamboleándola hacia un costado y al otro. Puse mi boca en su cuello, y su mano se posó en mi nuca, atrayéndome hacia sus labios que se abrían en flor para recibirme. Mientras le hacía una transfusión de saliva la seguía apretando contra mí, ahora no nos movíamos casi. La zona de apriete no estaba lejos, un largo asiento al costado de la barra y la llevé hasta ahí, mis piernas sintieron su peso al ponerla sobre mi regazo. Tenía todavía fija la idea de meterle mano a ese culo enorme, pero demoraba el momento. Le puse una mano al cuello, acariciando su nuca con mis dedos, empujándola contra mí.  Y mientras más me metía en su boca, más iba bajando mi otra mano por su espalda hasta sentir la curva hacia afuera, y apreté bien fuerte cuando por fin palpé de lleno la nalga. Permanecimos así mucho tiempo, ella me mantenía agarrado y no parecía querer soltarme por nada, entonces deslicé mi otra mano junto a la otra y sentí que el cielo se abría, que Moisés separaba las aguas, que el piojo López hacía su inflador al borde del área y que me convertía en un supersaiyayin. Le dije al oído suspirando en un quejido “Ay, que culo que tenés…”, mientras se lo apretaba fuerte. Puso su frente en mi hombro, y la besé de nuevo. Tocarle las tetas no estaba mal, pero no había comparación posible. Cuando mi mano quiso ir más allá, ella la sacó despacio, tanto no daba. Yo me reí y seguimos apretando. Al rato tuvimos sed. Busqué una cerveza y cuando volví los dos estábamos más calmados. Nos besamos despacio mientras tomábamos, hasta que me dijo que se tenía que ir. Le di mi teléfono pero nunca me llamó. Analía se llamaba, o Anabella, no sé.

Una noche terminé en el nivel superior, una pasarela alrededor del centro de la planta baja y me acerqué a la baranda para mirar hacia abajo, se veía la muchedumbre apretujada bailando el cuarteto. Después puse atención en la chica al lado mío, apoyada también en la baranda, pelo oscuro y tez pálida, miraba hacia abajo con desinterés. Relojié que me había visto también, y cuando sonó un cuarteto de Rodrigo la saqué a bailar, tenía una sonrisa tímida y una mirada esquiva pero curiosa. Agustina era su nombre. Después de 3 temas seguidos descansamos apoyados como antes en la baranda, me preguntó de qué signo era, le dije que de Escorpio, entonces se rió nerviosa, dijo que sus preferidos eran los de Escorpio. El horóscopo para mí era todo chamuyo, pero sólo entonces entendí que eso era cierto en más de un sentido. Dije que eso seguro era porque los de mi signo sabían besar bien, y como la tenía ya tomada de la mano la acerqué hacía mi y la besé, casi logra esquivarme, pero en pocos segundos pude ver que lo quería tanto como yo. Un rato después me dijo que tenía que volver con sus amigas, yo estaba contento de no haberla manoseado porque no era su estilo, parecía inocente, aunque sin serlo.

Muchas veces me encontré completamente solo, deambulando sin sentido entre la gente, tomando cerveza en un rincón, o apoyado contra la pared mirando a los grupos mantenerse unidos para no ser devorados por la marea, a las chicas rechazar o aceptar invitaciones de tragos y  baile, algún altercado entre varones con irrupción de los patovicas, y de vez en cuando alguna cara conocida del colegio que asentía levemente al pasar.

Un día Carlos me dijo que su amiga Marina gustaba de mí, me había visto en fotos. Esa clase de garantías se me daba bien porque me ahorraba el trabajo de tener que adivinar si sus gestos eran una invitación o no, lo cual, si no tenia alcohol en la sangre era todo un problema, y le dije que nos presentara. Nos juntamos primero en casa de Carlos. Cuando llegué, hora de la cena, Marina ya había llegado con una amiga. Como me había adelantado Carlos, Marina era un poco más bajita que yo, flaquita y morocha, con el tono de piel que deben haber tenido los primeros egipcios, y no el más propio de estas tierras. Parecía seria pero sólo porque no se reía mucho, usaba mucho el sarcasmo. La otra, Florencia, era rubiecita y no estaba nada mal, era más dócil y Carlos no me había dicho pero ya se la había transado. Después de comer unas pizzas fuimos a la pieza de Carlos y jugamos verdad-consecuencia, y cuando tomamos el remis a La Mónica los dos ya les habíamos dado picos a ambas en medio de risas.

Cuando entramos me hice el banana como nunca, riéndome, haciéndole bromas y gestos pícaros, bailando como si fuese año nuevo. Le dije, en medio del quilombo:
-Si yo te pidiese que por un segundo me dejes hacer lo que yo quiera ¿Me dejarías?
-No sé- dijo ella y me miró. La miré. Le di un pico, y al abrir mi boca sobre la suya despacio asomé mi lengua, que acarició la suya suavemente, una ola del Mediterráneo. Fue un beso dulce, que duró bastante, casi podía ignorar la música y las luces alrededor, sumido en el calor de su cuerpo junto al mío, de sus labios finos y delicados, de su lengua pequeña pero hábil. La música paró de golpe, ella se apartó un poco, se anunciaba la banda que tocaba en vivo esa noche: Mala Fama. “El tecladista es amigo mío” dijo. Me puse a sus espaldas y la abracé mientras los vimos tocar, a veces levantábamos las manos para acompañar, pero mis brazos volvían siempre a los suyos. Ella los tenía cruzados sobre el pecho, y jugueteaba con los dedos de mi mano derecha. Cuando la banda se fue y volvió la cumbia del dj, le dije si me daba otro segundo. “Vos sos peligroso con un segundo” me dijo. Sonreía. La besé de nuevo.

Cuando busqué a Carlos lo encontré sentado, transándose a una morocha que tenía encima con las manos en el culo de ella. Me vió y me guiñó un ojo. Lo esperé un rato y salimos. Los dos estábamos un poco borrachos, caminamos hasta su casa que quedaba más cerca, a veces me quedaba a dormir. “¡Qué puta esa Vanina boludo! Me pasó el teléfono, me la voy a garchar ya vas a ver”. “¿Y Flor?” le dije. “No sé, por ahí jaja” dijo. Le conté de Marina y me felicitó, preguntándome detalles. “¿Así que le dijiste eso? Jaja alto chamuyo, te lo voy a robar. Ya vas a ver cuando garches a una mina lo que es. Son re putas las pendejas, te vas a volver loco”. Yo me reía. Me brillaban los ojos, en el fondo pensaba en Patricia.

viernes, 19 de agosto de 2011

El polimodal (Capítulo 3)


La casa de Juan era más grande y apacible, nuestro cuartel general. Sus padres tenían al fondo de la casa un taller grande donde fabricaban cortinas de plástico. Poníamos música con algo para tomar y pasábamos la noche. No pasó mucho tiempo para que todos supiesen que me gustaba Patricia. En algún momento Carina se enteró. Empezó a hacerme miradas cómplices, encontraba maneras de acercarme a ella, yo le dejaba hacer, aunque no estaba seguro de qué sabia Carina exactamente, y peor aún, qué sabía Patricia. No sabía si interpretar su calidez para conmigo como un guiño o como ignorancia de su parte, y vivía cada día en la cuerda floja, sin atreverme a dar pasos definitivos, pero también sin dar un paso atrás.

Al llegar a mi casa me encerraba en la pieza de mis hermanos a escuchar música, mientras todavía no volvían del trabajo, y entonces recordaba momentos del día con ella, y fantaseaba con mutuas declaraciones, donde todo se resolvía con un eterno beso. Muchas veces encontraba así detalles que no había apreciado, que tanto podían alegrarme como podían quitarme el aliento, algo quizás demasiado obvio que yo había hecho en su presencia, alguna mirada suya de indiferencia o hasta de frialdad hacia mí, y enredaba estos elementos, complicándolos entre sí y dando lugar a conclusiones que se disolvían con el sueño durante la noche, o que recordaba vagamente al caminar las 4 cuadras que me separaban del colegio, desapareciendo por completo al entrar al salón y verla sentada, porque fue en esa época que empecé a llegar tarde casi todos los días.

En 8º, cuando iba a la 50, me gustaba María, de 14 años pero cuerpo de 18. En esa época era fanático del cazador. La dibujaba desnuda y rodeada de hombres, asaltada desde todas las posiciones posibles. Se ve que le llegó el rumor de mis dibujos obscenos, y encontró uno adentro de un tacho de basura. Me denunció con la preceptora, quién reconoció el parecido, pero dijo que no podía comprobarse a menos que yo confesara. La preceptora tenía esas ojeras no producto del cansancio sino de la pigmentación de la piel, rasgo que siempre me atrajo. Cuando quedé a solas en su despacho quise empezar a decirle que tenía problemas en casa, pero enseguida me dijo que me quedara tranquilo, que no pasaba nada. Ese día dibujé a la preceptora.

Pero con Patricia era diferente, era sagrada. Me resistía a imaginarla desnuda, y cuando finalmente cedía, estaba rodeada por una especie de aureola suave, como de ensueño. Casi siempre la veía con el delantal, que escondía sus líneas, excepto en las clases de gimnasia por la mañana, cuando podía verla sólo con un jogging y una camiseta. A veces no podía contenerme de pensarla transpirada y en ropa interior, pero aún así permanecía ella en un halo de pureza, como si verla así solo pudiera deberse a su descuido y a mi voyeurismo, pero no a su voluntad.

Todo eso se acabó cuando la vi transando en el recreo con Ricky, un rolinga. Ese día algo se rompió dentro de mí. Pero no sólo por mis celos y por la amargura de que otro me hubiese ganado de mano, sino también porque entonces se desbordó mi deseo, y ya no pude contener mi imaginación. Lo suyo con Ricky no duró mucho, era una transa nada más. Eso no evitó que todos los que sabían de mi pesar estuviesen expectantes de mí, sobre todos mis amigos. Me decían: “¿Y ahora que vas a hacer?”, “No sé” les decía. No lo sabía. Pero lentamente se gestaba en mí la resolución de hacer algo, empezaba a necesitarlo de verdad.

La miraba con más insistencia. A veces nuestros ojos se encontraban, como pasa con todo el mundo (contaba con precisamente esa inevitabilidad), y la miraba directamente, como interrogándola y queriendo decirle algo a la vez, un lenguaje que ella no podía o no quería corresponder, porque sólo se mostraba un poco perpleja primero, y luego desviaba la mirada como si nada hubiera pasado. Entonces yo miraba a mi derecha, hacia los ventanales que desde el 2º piso daban vista a la ciudad de Pacheco, y me quedaba en silencio un largo rato. Al verme así Carlos intentaba hacerme reír, y cuando yo, desconsolado, apoyaba mi mentón en la mesa como un perro viejo, me ponía la mano en el hombro y me decía “No te mates boludo, te estás ahogando en un vaso de agua”. Carlos creía que cuando yo conociese muchas mujeres una atrás de otra, rápidamente olvidaría a Patricia. Yo intentaba creerle, pero entonces otra vez la veía y me parecía imposible, ofendido por la idea.

Era cierto que no tenía mucha experiencia. Ni siquiera había tenido mi primer beso con lengua, y esto me atormentaba, porque me encantaba la idea de tenerlo con Patricia, pero tampoco era prudente arriesgarme a dar una mala impresión a la primera oportunidad y arruinarlo todo. Me había enterado de que una amiga de Ale que iba a un colegio privado gustaba de mí, al parecer me había visto cuando cruzamos a ella y a su grupo de amigas caminando por el cruce, la principal avenida comercial donde se paseaba todo Pacheco, pero eso le había alcanzado para echarme el ojo. Tenía curiosidad por saber cuál de las del grupo era ella, Ale me la describió pero no la recordé, y me decepcioné porque evidentemente no era la rubia castaña de labios carnosos y piel sonrosada. Era la hermana menor, ni linda ni fea, mediocre. Mi ansiedad alrededor del 1º beso me entorpecía tanto a la hora de encarar cualquier chica que pensé que estaba bien así. Diana se llamaba.