sábado, 27 de agosto de 2011

El polimodal (parte 5)


No llovió mucho ese año. Y no podría decirse que fue un invierno realmente distinto a todos, pero no puedo olvidarlo. Cada vez que salía del colegio, doblaba la esquina con mis amigos, agarrando la calle Jujuy. Siempre buscaba alguna excusa para parar un ratito en la esquina, mientras veía a Patricia seguir derecho sola por Entre Ríos, haciendo una cuadra hasta llegar a Córdoba y doblar a la derecha. Retengo imágenes de cuando la veía caminar así: con sol, su pelo agitado por el viento seco, su bufanda roja y amarilla, su campera negra encima del guardapolvo blanco, su mochila pequeña; o nublado, con mejillas coloradas, pelo recogido, a veces mojado por el rocío, su mirada al piso, de regreso a lo que sea que soportase en su casa. Córdoba, la calle que hacia la izquierda, varias cuadras mas arriba, cortaba Tucumán, en la esquina de mi casa. Esquina en la que a veces me paraba, cuando necesitaba sentirme más cerca de ella, mirando hacia el fondo, para recordar que sólo me separaban 6 cuadras hasta su casa (las dos últimas en bajada, por eso ese barrio se llama el Bajo de Pacheco), para recordar que al día siguiente la vería de nuevo, y que entonces nos separarían apenas más que unos pasos. Podía salir a la esquina a la tarde, cuando se veían mas allá del bajo los terrenos descampados de la Radio Nacional, y mas al fondo los edificios blancos cerca del centro del Tigre. Podía ser a la noche, cuando el brillo del neón daba a las calles ese tono anaranjado que fascina a los noctámbulos, cuando los árboles pelados rasguñaban el aire y las hojas me hablaban de que Patricia dormía.

Córdoba era la calle que Juan había empezado a agarrar conmigo para ir a su casa, haciendo un leve desvío. Mis conversaciones con él constantemente recaían sobre el sentido de la vida, sobre estar enamorado, sobre la posibilidad de ser feliz. Él había llegado a pensar que de conseguir lo que quería con Sole, entonces habría sido mas infeliz que nunca, porque seguro se decepcionaría y después ya no tendría nada con qué ilusionarse. Yo me defendía de ideas de esa clase, no quería resignarme a ver en Patricia un espejismo, no podía aceptar que todo mi sufrimiento fuese en el fondo tan vacío. A mi favor estaba el hecho de que no importaba que dijera Juan sobre el amor, a la mínima llamada habría ido corriendo hacia Sole. Nunca me lo negó. El entendimiento con Juan llegó al punto de que nos alcanzara con intercambiar una mirada para transmitirnos pensamientos acerca de las cosas que sucedían en clase, a veces de melancolía, cuando Sole o Pato reían o respondían a un profesor en voz alta. A veces de acidez corrosiva, cuando alguna de las dos hacía o decía algo que las dejaba mal paradas, como si eso resaltara la falacia implícita en la imagen que teníamos de ellas. Aún cuando hubiésemos dado la vida por ellas, sin pensarlo.

Fueron tantas las veces que vi a Patricia alejarse caminando sola por Entre Ríos que empecé a tener una sensación de loop, de repetición de una secuencia interminable. En esos deja vú veía una nueva posibilidad desperdiciada de decirle todo lo que sentía, de terminar con mi angustia, de descubrir si yo le interesaba o no. Con cada día, empezó a tomar forma a su lado mi figura fantasmagórica, proyección holográfica de cómo sería ir caminando con ella por Entre Ríos hasta llegar a la Córdoba, hablando, riendo, demorando la despedida en esa esquina de direcciones opuestas, al principio con un beso en la mejilla, y después quien sabe. Así imaginé muchas maneras de encararla, en cada una veía errores que me erizaban la piel, al tiempo que me sentía a salvo por estar todavía en la antecámara de esa escena, por sentirme así como un viajero del tiempo que ensaya una y otra vez distintos futuros hasta quedarse con el mejor. Decisión que creí tomar cuando llegó Agosto.

martes, 23 de agosto de 2011

El polimodal (parte 4)


Estábamos esperando Carlos y yo en la fila para entrar a La Mónica, cuando Ale y  Tincho se pegaron a nosotros, nos dijeron que el grupo de Diana ya estaba adentro. Una vez que entramos pedimos cervezas, y no llegó a pasar una hora cuando la hermana de Diana me agarró del brazo y me llevó hasta donde estaban sus amigas. Diana estaba justo enfrente de mí, no me miraba. Eso me molestó, pero me acerqué a ella y empezamos a bailar. Ella miraba hacia abajo o al costado, no sabía si por tímida o por orgullosa. Solo fugazmente sorprendía su mirada de reojo. Habíamos bailado más de 5 minutos cuando sin aviso alguno acerqué mi boca rápidamente a la suya, que respondió a mi movimiento instantáneamente, como si hubiese estado esperándome. Nuestras lenguas chocaron como dos fieras soltadas en el coliseo, encarnizándose en la lucha. Se sentía bien, muy bien de hecho. Apreté su cuerpo más estrechamente contra el mío, una mano en su cintura y otra detrás de su cuello, y la besé más fuerte, abriendo más mi boca y esforzándome por meter mi lengua más allá de su paladar. Ella parecía buscar lo mismo conmigo. Pasaron unos minutos hasta que sentí que su deseo aflojaba, que su  boca empezaba a cerrarse cada vez más. Retiré mi lengua del todo y le di unos besos suaves sobre sus labios húmedos. Abrí mis ojos al hacerlo, ella los tenía cerrados aún, vi su boca esperando un poco más de esos últimos resquicios de placer, y entonces Diana no me pareció ya mediocre, sino fea. Bailamos un poco más, y cuando solté su mano, en seguida se dio vuelta y bailó sola la cumbia, como si nada hubiera pasado.  Me apresuré en volver con mis amigos, Carlos me señalaba riéndose, decía “¡te vi guachín, te viii, le comiste la boca! jaja”. Solo él sabía que había sido mi 1º beso. Me pasó la cerveza y tomé un trago largo. Esa noche Carlos se tranzó 3 minas. Yo me limité a seguir tomando cerveza mientras lo veía chamuyar. Se reía, Carlos siempre se reía.

Yo no trabajaba, el único dinero que conseguía me lo daban mis padres con cuentagotas, no podía salir a bailar siempre, pero me las arreglaba para ir de vez en cuando con Carlos, a veces venía también Ezequiel. El otoño fue pasando así. Carlos me daba consejos para chamuyar, me faltaba algo de carisma pero estaba aprendiendo a bailar bien. Una vez una chica preciosa de ojos verdes me tomó de las manos y empezó a bailar conmigo, me dijo que por favor no la soltara porque su novio era un idiota y quería hacerlo sentir mal. Estuvimos un rato así, ella mirando por encima de mi hombro para cerciorarse de que su novio la veía bailar con otro, mientras yo intentaba sacarle conversación. Otra vez estaba subido a una tarima con mucha gente mientras una pecosa rozaba sus tetas contra mí, entonces le dije “me pasan cosas con vos”. Se rió y se dio media vuelta, buscando a otro para rozarse, a lo mejor alguien que no le viniera con cuentos.

Otra vez caminábamos con Carlos entre la gente con nuestras cervezas, y Carlos me dijo “¿Viste como te miró esa boludo? Andá y encará”.  “¿Posta?” le dije. “Si, si, está con vos, dale, dale andá”. Estaba buena, le ayudaba el maquillaje, tetas medianas y culo grande. Me dije a mí mismo que no solo me la tranzaría sino que le manosearía el culo. Todavía me miraba, sin desesperación pero sin disimulo. Me acerqué y sin preguntar la tomé de la mano. Pasaban una cumbia que me gustaba, hacía gestos con la letra, coordinando los pasos. Ella sonreía. Al rato levanté su mano y la hice dar vuelta, y en la mitad me pegué a su espalda, ella no protestó. La agarré del vientre y las caderas, bamboleándola hacia un costado y al otro. Puse mi boca en su cuello, y su mano se posó en mi nuca, atrayéndome hacia sus labios que se abrían en flor para recibirme. Mientras le hacía una transfusión de saliva la seguía apretando contra mí, ahora no nos movíamos casi. La zona de apriete no estaba lejos, un largo asiento al costado de la barra y la llevé hasta ahí, mis piernas sintieron su peso al ponerla sobre mi regazo. Tenía todavía fija la idea de meterle mano a ese culo enorme, pero demoraba el momento. Le puse una mano al cuello, acariciando su nuca con mis dedos, empujándola contra mí.  Y mientras más me metía en su boca, más iba bajando mi otra mano por su espalda hasta sentir la curva hacia afuera, y apreté bien fuerte cuando por fin palpé de lleno la nalga. Permanecimos así mucho tiempo, ella me mantenía agarrado y no parecía querer soltarme por nada, entonces deslicé mi otra mano junto a la otra y sentí que el cielo se abría, que Moisés separaba las aguas, que el piojo López hacía su inflador al borde del área y que me convertía en un supersaiyayin. Le dije al oído suspirando en un quejido “Ay, que culo que tenés…”, mientras se lo apretaba fuerte. Puso su frente en mi hombro, y la besé de nuevo. Tocarle las tetas no estaba mal, pero no había comparación posible. Cuando mi mano quiso ir más allá, ella la sacó despacio, tanto no daba. Yo me reí y seguimos apretando. Al rato tuvimos sed. Busqué una cerveza y cuando volví los dos estábamos más calmados. Nos besamos despacio mientras tomábamos, hasta que me dijo que se tenía que ir. Le di mi teléfono pero nunca me llamó. Analía se llamaba, o Anabella, no sé.

Una noche terminé en el nivel superior, una pasarela alrededor del centro de la planta baja y me acerqué a la baranda para mirar hacia abajo, se veía la muchedumbre apretujada bailando el cuarteto. Después puse atención en la chica al lado mío, apoyada también en la baranda, pelo oscuro y tez pálida, miraba hacia abajo con desinterés. Relojié que me había visto también, y cuando sonó un cuarteto de Rodrigo la saqué a bailar, tenía una sonrisa tímida y una mirada esquiva pero curiosa. Agustina era su nombre. Después de 3 temas seguidos descansamos apoyados como antes en la baranda, me preguntó de qué signo era, le dije que de Escorpio, entonces se rió nerviosa, dijo que sus preferidos eran los de Escorpio. El horóscopo para mí era todo chamuyo, pero sólo entonces entendí que eso era cierto en más de un sentido. Dije que eso seguro era porque los de mi signo sabían besar bien, y como la tenía ya tomada de la mano la acerqué hacía mi y la besé, casi logra esquivarme, pero en pocos segundos pude ver que lo quería tanto como yo. Un rato después me dijo que tenía que volver con sus amigas, yo estaba contento de no haberla manoseado porque no era su estilo, parecía inocente, aunque sin serlo.

Muchas veces me encontré completamente solo, deambulando sin sentido entre la gente, tomando cerveza en un rincón, o apoyado contra la pared mirando a los grupos mantenerse unidos para no ser devorados por la marea, a las chicas rechazar o aceptar invitaciones de tragos y  baile, algún altercado entre varones con irrupción de los patovicas, y de vez en cuando alguna cara conocida del colegio que asentía levemente al pasar.

Un día Carlos me dijo que su amiga Marina gustaba de mí, me había visto en fotos. Esa clase de garantías se me daba bien porque me ahorraba el trabajo de tener que adivinar si sus gestos eran una invitación o no, lo cual, si no tenia alcohol en la sangre era todo un problema, y le dije que nos presentara. Nos juntamos primero en casa de Carlos. Cuando llegué, hora de la cena, Marina ya había llegado con una amiga. Como me había adelantado Carlos, Marina era un poco más bajita que yo, flaquita y morocha, con el tono de piel que deben haber tenido los primeros egipcios, y no el más propio de estas tierras. Parecía seria pero sólo porque no se reía mucho, usaba mucho el sarcasmo. La otra, Florencia, era rubiecita y no estaba nada mal, era más dócil y Carlos no me había dicho pero ya se la había transado. Después de comer unas pizzas fuimos a la pieza de Carlos y jugamos verdad-consecuencia, y cuando tomamos el remis a La Mónica los dos ya les habíamos dado picos a ambas en medio de risas.

Cuando entramos me hice el banana como nunca, riéndome, haciéndole bromas y gestos pícaros, bailando como si fuese año nuevo. Le dije, en medio del quilombo:
-Si yo te pidiese que por un segundo me dejes hacer lo que yo quiera ¿Me dejarías?
-No sé- dijo ella y me miró. La miré. Le di un pico, y al abrir mi boca sobre la suya despacio asomé mi lengua, que acarició la suya suavemente, una ola del Mediterráneo. Fue un beso dulce, que duró bastante, casi podía ignorar la música y las luces alrededor, sumido en el calor de su cuerpo junto al mío, de sus labios finos y delicados, de su lengua pequeña pero hábil. La música paró de golpe, ella se apartó un poco, se anunciaba la banda que tocaba en vivo esa noche: Mala Fama. “El tecladista es amigo mío” dijo. Me puse a sus espaldas y la abracé mientras los vimos tocar, a veces levantábamos las manos para acompañar, pero mis brazos volvían siempre a los suyos. Ella los tenía cruzados sobre el pecho, y jugueteaba con los dedos de mi mano derecha. Cuando la banda se fue y volvió la cumbia del dj, le dije si me daba otro segundo. “Vos sos peligroso con un segundo” me dijo. Sonreía. La besé de nuevo.

Cuando busqué a Carlos lo encontré sentado, transándose a una morocha que tenía encima con las manos en el culo de ella. Me vió y me guiñó un ojo. Lo esperé un rato y salimos. Los dos estábamos un poco borrachos, caminamos hasta su casa que quedaba más cerca, a veces me quedaba a dormir. “¡Qué puta esa Vanina boludo! Me pasó el teléfono, me la voy a garchar ya vas a ver”. “¿Y Flor?” le dije. “No sé, por ahí jaja” dijo. Le conté de Marina y me felicitó, preguntándome detalles. “¿Así que le dijiste eso? Jaja alto chamuyo, te lo voy a robar. Ya vas a ver cuando garches a una mina lo que es. Son re putas las pendejas, te vas a volver loco”. Yo me reía. Me brillaban los ojos, en el fondo pensaba en Patricia.

viernes, 19 de agosto de 2011

El polimodal (Capítulo 3)


La casa de Juan era más grande y apacible, nuestro cuartel general. Sus padres tenían al fondo de la casa un taller grande donde fabricaban cortinas de plástico. Poníamos música con algo para tomar y pasábamos la noche. No pasó mucho tiempo para que todos supiesen que me gustaba Patricia. En algún momento Carina se enteró. Empezó a hacerme miradas cómplices, encontraba maneras de acercarme a ella, yo le dejaba hacer, aunque no estaba seguro de qué sabia Carina exactamente, y peor aún, qué sabía Patricia. No sabía si interpretar su calidez para conmigo como un guiño o como ignorancia de su parte, y vivía cada día en la cuerda floja, sin atreverme a dar pasos definitivos, pero también sin dar un paso atrás.

Al llegar a mi casa me encerraba en la pieza de mis hermanos a escuchar música, mientras todavía no volvían del trabajo, y entonces recordaba momentos del día con ella, y fantaseaba con mutuas declaraciones, donde todo se resolvía con un eterno beso. Muchas veces encontraba así detalles que no había apreciado, que tanto podían alegrarme como podían quitarme el aliento, algo quizás demasiado obvio que yo había hecho en su presencia, alguna mirada suya de indiferencia o hasta de frialdad hacia mí, y enredaba estos elementos, complicándolos entre sí y dando lugar a conclusiones que se disolvían con el sueño durante la noche, o que recordaba vagamente al caminar las 4 cuadras que me separaban del colegio, desapareciendo por completo al entrar al salón y verla sentada, porque fue en esa época que empecé a llegar tarde casi todos los días.

En 8º, cuando iba a la 50, me gustaba María, de 14 años pero cuerpo de 18. En esa época era fanático del cazador. La dibujaba desnuda y rodeada de hombres, asaltada desde todas las posiciones posibles. Se ve que le llegó el rumor de mis dibujos obscenos, y encontró uno adentro de un tacho de basura. Me denunció con la preceptora, quién reconoció el parecido, pero dijo que no podía comprobarse a menos que yo confesara. La preceptora tenía esas ojeras no producto del cansancio sino de la pigmentación de la piel, rasgo que siempre me atrajo. Cuando quedé a solas en su despacho quise empezar a decirle que tenía problemas en casa, pero enseguida me dijo que me quedara tranquilo, que no pasaba nada. Ese día dibujé a la preceptora.

Pero con Patricia era diferente, era sagrada. Me resistía a imaginarla desnuda, y cuando finalmente cedía, estaba rodeada por una especie de aureola suave, como de ensueño. Casi siempre la veía con el delantal, que escondía sus líneas, excepto en las clases de gimnasia por la mañana, cuando podía verla sólo con un jogging y una camiseta. A veces no podía contenerme de pensarla transpirada y en ropa interior, pero aún así permanecía ella en un halo de pureza, como si verla así solo pudiera deberse a su descuido y a mi voyeurismo, pero no a su voluntad.

Todo eso se acabó cuando la vi transando en el recreo con Ricky, un rolinga. Ese día algo se rompió dentro de mí. Pero no sólo por mis celos y por la amargura de que otro me hubiese ganado de mano, sino también porque entonces se desbordó mi deseo, y ya no pude contener mi imaginación. Lo suyo con Ricky no duró mucho, era una transa nada más. Eso no evitó que todos los que sabían de mi pesar estuviesen expectantes de mí, sobre todos mis amigos. Me decían: “¿Y ahora que vas a hacer?”, “No sé” les decía. No lo sabía. Pero lentamente se gestaba en mí la resolución de hacer algo, empezaba a necesitarlo de verdad.

La miraba con más insistencia. A veces nuestros ojos se encontraban, como pasa con todo el mundo (contaba con precisamente esa inevitabilidad), y la miraba directamente, como interrogándola y queriendo decirle algo a la vez, un lenguaje que ella no podía o no quería corresponder, porque sólo se mostraba un poco perpleja primero, y luego desviaba la mirada como si nada hubiera pasado. Entonces yo miraba a mi derecha, hacia los ventanales que desde el 2º piso daban vista a la ciudad de Pacheco, y me quedaba en silencio un largo rato. Al verme así Carlos intentaba hacerme reír, y cuando yo, desconsolado, apoyaba mi mentón en la mesa como un perro viejo, me ponía la mano en el hombro y me decía “No te mates boludo, te estás ahogando en un vaso de agua”. Carlos creía que cuando yo conociese muchas mujeres una atrás de otra, rápidamente olvidaría a Patricia. Yo intentaba creerle, pero entonces otra vez la veía y me parecía imposible, ofendido por la idea.

Era cierto que no tenía mucha experiencia. Ni siquiera había tenido mi primer beso con lengua, y esto me atormentaba, porque me encantaba la idea de tenerlo con Patricia, pero tampoco era prudente arriesgarme a dar una mala impresión a la primera oportunidad y arruinarlo todo. Me había enterado de que una amiga de Ale que iba a un colegio privado gustaba de mí, al parecer me había visto cuando cruzamos a ella y a su grupo de amigas caminando por el cruce, la principal avenida comercial donde se paseaba todo Pacheco, pero eso le había alcanzado para echarme el ojo. Tenía curiosidad por saber cuál de las del grupo era ella, Ale me la describió pero no la recordé, y me decepcioné porque evidentemente no era la rubia castaña de labios carnosos y piel sonrosada. Era la hermana menor, ni linda ni fea, mediocre. Mi ansiedad alrededor del 1º beso me entorpecía tanto a la hora de encarar cualquier chica que pensé que estaba bien así. Diana se llamaba.

miércoles, 17 de agosto de 2011

El polimodal (2)

  
Yo vivía más cerca que nadie, a 4 cuadras, pero mi casa no era el mejor lugar para juntarnos. No tanto por mis 5 hermanos, sino sobre todo por mi madre, que sabía hacer de ese hogar un infierno cuando se lo proponía, reprochándole a mi viejo su falta de iniciativa, quien a su vez cansado después de 12 horas de trabajo rezongaba intentando seguir su película de Steven Seagal o Van Damme. Era común verlo dormido en el sillón después de la cena mientras mi madre lavaba los platos, diciendo que había tomado “una decisión”, “me harté”, “se piensan que me van a tener toda la vida fregando (haciendo chasquidos de negación), no señor, ya me van a conocer…”. Y entre cada uno de estos descargos intercalaba un silencio punzante que hacía zumbar el aire en mis oídos, dejando en claro que en su cabeza no cesaban las maquinaciones, como agua que hierve y siempre a punto de rebalsar. Su silencio, acompañado del sonido por momentos frenético con que limpiaba la cocina, mantenía mi angustia, y con cada año que pasaba así yo mismo me iba convirtiendo en una olla hirviendo, fermentando refutaciones a sus estallidos, que pusieran en evidencia sus contradicciones con algo dicho por ella la semana pasada, y a veces esa misma tarde. Pero esto demostraba ser la mayoría de las veces un gran error, porque entonces toda su ira se enfocaba en mí, como si el ojo de Mordor viera el anillo en mi mano y procurara aplastarme con fuego.
En principio mi madre podía razonar normalmente, pero sus accesos la dominaban al punto de ubicarse siempre como una víctima de todo, de mi abuela que la puso en un convento a los 7 años cuando murió mi abuelo y donde permaneció hasta los 15, de sus hermanos que no la apoyaron como ella hubiese querido con sus proyectos, de los hermanos de mi padre que la hicieron a un lado por meterse donde no la llamaban, de nosotros sus hijos por estancarle su realización personal, de los empleados públicos que la hacían esperar demasiado para los trámites, del colectivero que pasaba de largo, y así toda una serie de atenuantes que la excluían de cualquier responsabilidad sobre sus decisiones, sus malas decisiones.  
Fueron mis 2 hermanos mayores, Emiliano y Hernán, quienes lentamente y sin saberlo, me mostraron el camino para dominar a la bestia, o al menos para hacerle frente, aunque eso implicara episodios de violencia antológicos.
-¿Te acordás- me decía Fede, Dos años menor que yo- esa vez que mamá discutía con papá, que Emi le dijo a mamá que la tía Antonia la había cagado con lo de la casa en Córdoba que no fue?
-Seee- decía yo-, agarró la pila de platos sucios de la mesada y los revoleó contra el piso.
-Jaja y Emi agarra y dice “Claro, no queda bien decirle a tu hermana que es una garca, pero bien que te la agarrás con papá y con nosotros como si nada, eso si queda bien”.
-Y mamá dando un grito se quiere tirar encima de Emi mientras papá la agarra de los brazos, mamá se pone a llorar.
-Y Emi diciendo re tranqui “si, está bien mamá, está bien…”.
-Se la hizo bien. 
Emiliano era más retórico con ella, la desafiaba. Hernán era más pragmático, sólo la encaraba cuando ya no había salida pacífica posible. Decía mi mamá con tono de suficiencia: 
-Mirá Hernán, vos me tenés cansada ya, así que andá buscándote un lugar. Ya estás grande además.
-¿Querés que me vaya? Listo, sabés que me llevo el lavarropas, la secadora, la computadora y la tele del living. Te acordás que es mía ¿No?
-Llevatelá, te la doy.
-No mamá, es mía. Me gasté medio aguinaldo ahí, no me vas a correr con esa. Y quiero ver cómo te las arreglás sin la plata que te paso por mes.
-Pero si, como no me voy a arreglar, que te creés, si las habré pasado yo…
Curiosamente la discusión iba tomando tono de conversación, hasta que Hernán se iba a la pieza haciendo gesto de “por favor lo que hay que aguantar”, mientras mamá parecía olvidar su tentativa de desalojo y hasta parecía extrañamente calmada. 
Mi hermana Elena era quien la tenía más difícil de todos. La mayor, Clarisa, con síndrome de Down, era como una nena grande, por lo que mi mamá, que por supuesto no tenía amigas (o solo por escaso tiempo, hasta que las espantaba), tendía a acercarse a Elena como confidente. Pero después de que Elena comprobara la facilidad con que mi madre tornaba su amistad en reproches, o incluso en actos de abierta traición (como esos secretos que le contaba a la tía Fabiola, quien por lo demás se los contaba a todo el resto de la familia), no quería saber nada, y se revolvía tortuosamente buscando la manera de mantenerse a salvo sin ofenderla. Para empeorar las cosas, Elena había repetido de año. Papá intentaba protegerla de los cachetazos, tironeadas de pelo y zamarreadas que mi madre le soltaba en los peores momentos. 
Fede solía despreocuparse por la conducta de nuestra madre. Yo me lo tomaba más a pecho, anotando mentalmente sus erratas, y teniendo discusiones con ella, que muchas veces comenzaban con algún comentario que yo dejaba escapar sobre Dios, el Papa, y que no quería retractar, aún cuando mi padre me instaba a ello con un “porque sí y punto”, en el que yo leía “por favor no hagas enojar a tu madre que hoy juega Racing”. En mis discusiones con ella la cosa podía llegar a lo filosófico o metafísico, temas en los que mi madre creía tener alguna clase de erudición, en realidad escasa, terrenos de los cuales la obligaba a batirse en retirada, y entonces cambiaba de tema sacando del pasado algún reproche que hacerme para avergonzar, hasta que llegábamos inevitablemente al punto en que para ganarle debía disponer de recursos como los de Hernán. Al no tenerlos tenía que resignar la partida, no sin sufrir amenazas que rayaban la extorsión acerca de las salidas y el dinero, pero incluso a veces de la comida y de mi lugar en la casa. Fede me remarcaba siempre mi actitud suicida, pero con cada una de esas derrotas algo dentro de mí se hacía más y más fuerte, sediento de por fin verla alguna vez caer de lleno.  

Así y todo Fede era mi compinche para las bromas y burlas que podía hacerle a mi madre sobre su pensamiento pseudorreligioso, sobre la basura que miraba en la tele, sobre su desproporcionado histrionismo. Mamá dejaba al acostarse un vaso de agua en la mesita de luz, para “absorber las malas ondas”, vaso que yo a veces tomaba antes de que ella pudiera atajarme, con alarido de protesta. Durante la cena Fede pasaba su dedo por alrededor del vaso, según ella “llamando a los demonios”. También abríamos paraguas adentro de la casa en días soleados, eso siempre la desquiciaba. Cuando hablaba por teléfono se ocupaba de que toda la casa escuchara su conversación: nos dedicábamos a hacerle chistidos desde la pieza para que se callara, era cuestión de minutos que apareciera en la puerta con su peor cara. Durante la cena, cuando Tinelli era la única opción, soltábamos gestos de fastidio, o incluso comentarios como “¿Podemos cambiar esta mierda que miramos todos los días?”, “¿No se cansa este hijo de puta de robar tanto?”, “Este tipo representa lo peor de la televisión, me da vergüenza tener que aguantarlo” o “Mañana consigo un chumbo en la villa para ir a matar a Tinelli”. Enseguida venía la represalia, el estallido de mamá y la llamada de papá a cerrar la boca. Fede era el único que podía entender lo que yo sufría con el carácter de mamá, no me sentía capaz de contárselo a mis amigos. Había aprendido a ver en ella la esencia de lo falso, ese gesto amable después de una discusión, “Te hago un té ¿Querés?”, o un bizcochuelo una tarde de domingo, gestos que en un inevitable ciclo tornaban hacia la sed de venganza, a los reproches de siempre, casi siempre a medida que se acercaba fin de mes y no daban las cuentas. Y nunca daban las cuentas.
  
Imagen: sin datos.