
Te vi tantas veces ya esperando que yo llegue a nuestra cita, te vi tantas veces llegar habiéndote yo esperado, nos abrazábamos redimiéndolo todo, nos reíamos de cómo habíamos cambiado. Demorábamos el beso que sabíamos sería irrepetible, y a cada paso entrábamos en un mundo privilegiado, a resguardo del horror del mundo. En esa idea que yo tenía de vernos eso era posible. Y cuando dudo de si no estoy cayendo en una espiral de humaredas y ficciones, recuerdo tu voz confesándome por teléfono esa frase que resuena en mí por momentos como un martillo angustiante, y a veces como un suave oleaje que me desarma por completo. Abandonándome entonces al imperio de esa frase, caigo en imágenes innombrables, en breves alucinaciones que me acosan en el colectivo y en verdad en cualquier lado en que llegue a mi pensamiento tu imagen. Es un padecimiento y a la vez un verdadero placer que andes rondando siempre mi foco de atención a la menor excusa, extraordinaria la habilidad con la cual tu nombre logra infiltrarse por vía de asociaciones insólitas que causan mi risa y que causarían también la tuya.
Como un mástil rompiendo olas persisto ante las postergaciones, y enredado en lo más hondo por la vergonzosa idea de que la consumación es enemiga del deseo. Es que hay cierta magia en la idea de verte que me inunda y que hace de mi espera todo lo contrario a un sacrificio. Aún así, me pregunto si esa magia soportará a pesar de todo, y por cuánto tiempo… mientras el viento me arranca la ropa y la lluvia moja mis pies me cobijo en la esperanza de estar ahí para cuando quieras verme de verdad.
Hora de levantarse. Es tarde. Siempre es tarde.
Imagen: Beso, de Edvard Munch