lunes, 5 de septiembre de 2011

El polimodal (7)


Lunes al mediodía, en mi cama. No quería levantarme. Un fin de semana en el que pude zafar de ir al banquete familiar en lo de mi abuela, solo para quedarme en casa, mirando por la ventana de mi pieza cómo caía la linea del sol en el paredón, cómo se acercaba lo imposible. Tener que verla de nuevo, esquivarla ¿Cómo? Y solo para evitarle el problema de esquivarme. Ya no podría saludarla, eso seguro. Tampoco podía faltar, en algún momento tendría que ir y sería peor. Tenía que levantarme, tenía que ir. Prendieron la tele en el comedor, era mamá levantándose. Me convenía ocupar el baño antes de que ella pasara. Me levanté.

Llegué tarde, media falta. La clase de Matemáticas ya había empezado. Desde la puerta, en la esquina del fondo del salón, me pegué a la pared para llegar a mi lugar. Tardé media hora hasta subir un poco la vista y verla copiando. “¿No copias nada?” me dijo Carlos. “Ya vimos esto” le dije, glacial. Carlos iba en picada con varias materias, incluyendo matemáticas. Necesitaba de mí más que nunca y yo ya no podía ayudarle. No podía ayudar a nadie.
Hicimos grupo para Geografía, pero mi capacidad ese día era tan nula que César agarró el libro y se puso a buscar las respuestas él mismo. Me limité a aprobar las que propuso, y a copiarlas cuando dictó.

En el recreo quise quedarme en el salón, pero Carlos me insistió para ir al patio.
-¿Qué te pasa pelotudo? Contáme.
-Nada.
-Qué nada, estas con una cara de concha desde hoy. Qué pasó.
-Le dije.
-Qué dijiste. A quién.
-A Pato.
-Qué le dijiste.
-Que estoy enamorado de ella.
-¿No ves que sos un pelotudo? Ahora ya está.
-El qué.
-No viste que la semana pasada la vino a buscar la hermana, va a la 20.
-…
-Zafa. Y dice que te vió y que gusta de vos, pero ahora cagaste todo.
-Y qué tiene si no quiero a la hermana.
-Pero así empezabas a ir a la casa, le dabas celos, entendés, y al final te comías a Pato. Ahora ya fué. No me avisaste encima ¿Por qué no me avisaste?
-No sé.
-Bueno, y qué te dijo ella.
-Que me quiere como amigo.
-Hija de puta. ¡Vos también! ¿Cómo te vas a mandar así de una? Cuándo le dijiste.
-El viernes a la salida.
-Qué hiciste.
-Nada, se iba caminando sola, ya se habían ido todos. Fui y le dije. Le dí un bonobón.
-¡Un bonobón! Jajaja… ¿te lo devolvió?
-No, se lo quedó, se puso así como nerviosa, me dijo eso, me saludó y se fue.
-¿Y ahora que vas a hacer?
-Nada.
-No pensás hacer nada.
-Qué se yo. No iba a venir hoy, pero sino después era peor. Igual me voy a cambiar de turno, a la mañana.
-Dejáte de joder, por una mina…
-No puedo estar ahí con ella, no puedo… me viste hoy, no puedo estar así.
-Sí, así es Juan. Te andas juntando con él, mirá donde estás ahora.
-…
-Tranquilo Nico, no hablés con nadie y dejame hacer a mí.
-¿Qué vas a hacer? No quiero que hables nada eh.
-¿Qué te pensás, que Carina no sabe? Fija que ya sabe. Dejáme a mí.
-No, dejalo así…  No quiero molestar a Pato, al pedo.
-Bueno ¿Le dijiste a alguien más de esto?
-A nadie.
-Listo, no le cuentes a nadie entonces. Y si vas a hacer algo así de nuevo avisáme, no seas boludo.

A la salida Juan me acompañó a casa, se dio cuenta de que había pasado algo y me preguntó. Cuando le dije, esperaba que tuviese alguna expresión de regocijo, de “bienvenido al club”, pero lo vi muy serio, escuchando todos los detalles que yo necesitaba contar para graficar el momento. Se sorprendió cuando le dije que quería cambiarme al turno mañana. Le dije que no podía soportar verla todos los días, tan cerca mío, sabiendo que nunca iba a ser mi novia. Le dije que era demasiado para mí. “Soy débil, Juan” le dije. “No, Nico –dijo-. Ya entendiste que es mejor olvidarla. Yo soy débil”. No le respondí. Caminamos en silencio el resto del camino.

Con cada día se repitió lo mismo. Despertar era sentir que iba a tener que verla de nuevo. Caminar hacia el colegio era acercarme a ella. Llegaba tarde casi siempre, a veces la portera me dejaba pasar sin avisar a la secretaria y llegaba al aula antes de que pasaran lista. Me daba mucha vergüenza que Patricia pudiese sentirse incómoda por mi presencia, entonces intentaba pasar desapercibido. Hablaba mucho menos, casi no hacía chistes, y era difícil reírme. Si lo hacía, me paraba en la mitad, como un enfermo que olvida por un momento su dolencia, intentando levantarse, para sentir un dolor en el pecho y volver a reposar. Sentía la necesidad de estar solo, de cerrarle las puertas a todo el mundo. Si mis amigos se juntaban en el fin de semana, buscaba excusas para no ir.

Cuando caminaba solo hacia mi casa lloraba, y entonces me quedaba un rato en la esquina, hasta sentir que mis ojos no estaban hinchados. En casa también, cuando estaba solo y sentía que el aire no podía entrar, que nada tenía sentido, que cómo era posible sentir algo así por alguien y no ser correspondido. Cómo podía ser que todas las películas, toda la música se la pasaran hablando del amor, repitiendo siempre el mensaje de “hacé lo que sientas”, de “no esperes más, decíselo ¿Y si ella está esperando que lo hagas?”. Me sentía enfermo si ponían la radio, cada estribillo de los temas de moda me parecía peor que un vómito. Sentía tristeza, pero por momentos sentía odio. Cómo podía ser que nadie me hubiese avisado que el amor podía ser así. Me sentía víctima de una trampa, de un mundo  alimentándome día a día de esperanza para después no avisarme que había un paredón infinitamente alto. Y cuando intentaba negarle lugar a mis sentimientos por Patricia, la recordaba de perfil, escribiendo en la carpeta. No podía no amarla.

Me ocupaba mucho menos de las tareas que hacía para ayudar a mamá, y los domingos de limpieza general me volví intratable. A veces faltaba al colegio y me quedaba mirando la tele en el fondo de casa, mientras mamá miraba la del living o se ocupaba de la ropa en el lavadero. A veces discutíamos y yo terminaba barriendo el patio. A veces subía a la terraza y caminaba por el borde, haciendo equilibrio, o me quedaba sentado, con las piernas colgando, mirando pasar los coches. A veces agarraba la bici de Hernán y salía a dar vueltas, y algunas de esas veces me encontré casi sin darme cuenta cerca del Bajo de Pacheco, peligrosamente cerca de la casa de Patricia. Incluso una vez paré a una pareja mayor y le pregunté si conocía la casa de la familia Van Hess, pero no tenían idea. A veces ponía el disco de solos de piano de Emi, para escuchar Moonlight Sonata de Beethoveen, mientras hilaba los momentos felices antes de mi sincericidio con lo que vino después. Cuando terminaba lo volvía a poner. Una y otra vez.

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