lunes, 7 de noviembre de 2011

El polimodal (13)


Melina no gustaba de todo lo que hacíamos, desaprobaba con un gesto algunas maniobras. Pero era evidente que para ella éramos un caso aparte, que estábamos en otro nivel. A veces estábamos en el medio de alguna discusión y ella quería decirnos algo, entonces yo mediaba para que tomase la palabra. Una vez los pibes nos reíamos de una escena de los Simpsons.

-Están hablando en la reunión de creativos de Tomy y Daly. Entonces la rubia de pelo corto le dice a Krusty lo de “asertivo” y “paradigmático”- dijo el Chileno.
-Ahí agarra uno de sombrerito y anteojitos y dice: “perdón, pero palabras como asertivo y paradigmático ¿No son las que usa la gente estúpida para parecer intelectual?”- dramatizó Daniel.
-El sombrero es verde, tiene una línea naranja. Tiene como unas rastas el chabón- completé.
-¡See! Y dice: “Estoy despedido ¿No?”- siguió el Chileno.
-“Sí, y con razón”- cerró Daniel.
-No dice así- dijo Melina dándose vuelta.
-Cómo dice- respondí.
-Dice “Sí, los demás nos vemos en la sala de almuerzos”. Es del capítulo que meten a Poochy. Lo de “si, y con razón” es de otro capítulo.
-Tomatelá- tiró Daniel-, a ver de qué capítulo es.
-No sé pero es de otro.
-Ves que no sabés una mierda.

Canal 11 repetía capítulos de temporadas viejas toda la semana. Un sábado a la tarde vi que Melina tenía razón, y les dije ocupándome de que ella me escuchara:

-Al final lo de “y con razón” es del capítulo del Niño Fisión.
-Ah, si, lo vi el otro día- dijo Daniel.

Melina se dio vuelta y me miró, pero no dijo nada, volvió a mirar hacia adelante.

Había cierta tensión en estas mediaciones porque yo no quería traicionar los códigos, pero no podía resistirme a Melina. Daniel se daba cuenta de mi situación. Su casa quedaba a 2 cuadras de la mía, cruzábamos la plaza para agarrar después cada uno por su lado. En esa esquina del reloj nos podíamos quedar media hora conversando antes de ir cada uno a su casa. A veces yo pasaba por su casa y después me iba a la mía, demorando el inicio de la segunda mitad del día, que por lo general incluía alguna escena tortuosa con mi madre.

-Te gusta Melina.
-Me puede.
-El Chileno ya sabe. Creo que él también le tiene ganas. Ojo.
-Nunca toca los útiles de ella.
-Viste. Es piola la minita, y linda. Pero no te vuelvas loco por una concha. Es peor.
-¿Ella sabrá?
-Las minas se hacen las pelotudas, siempre saben esas cosas, por más que te digan que no. Saben lo que generan y lo usan, todo el tiempo. No le des bola. Mientras menos te importe mejor.
-Como si pudiese elegir.
-No porque las minas te hacen eso, te van midiendo, te van probando. Cuando están seguras de que ya te tienen, te dejan tirado.
-Quieran al demonio para vestirlo de santo. No sé dónde lo leí.
-Se. Algo así.

El invierno pasó rápido. De alguna forma encontraba ocasiones para conversar con Melina, la mayoría de las veces cuando ella se quedaba en el salón y yo volvía del kiosco con algo para convidarle. La hacía reir hasta que le dolía la panza, aunque era más difícil si Alejandra estaba con ella. Tambíen volví muchas veces con algo en cada mano para encontrar el salón vacío, o con Daniel esperando para hacer la del duende.

En julio fué cumpleaños de Héctor, hizo una cena en su casa. Supe entonces que su madre no vivía, y que vivía con su padre y su hermana. Espiando la biblioteca de su familia encontré un volumen de poesía maldita, selección de obras de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. Se lo pedí, y me lo regaló. Leyéndolo sentí escalofríos, calor, estremecimentos, impulsos de voluptuosidad confusa, una energía cada vez mas grande y profunda. En dos semanas ya lo había releído tres veces.

En esos cuatro meses soltamos un gato de mi madre adentro del colegio, subimos al perro callejero al 2º piso tentándolo con comida, armamos un muñeco con partes de distintas cosas del colegio y lo escondimos en un compartimiento, juntamos más de 30 borradores que llevamos a la casa de Héctor y tiramos por la ventana una máquina de escribir destartalada. A la salida, cuando el salón quedaba vacío, revoleábamos sillas que al caer sobre las otras hacían gran estruendo, y ante el cual salíamos disparados por las escaleras, saltando los escalones de a 4 o 5 a la vez.

A la salida, las veces que hicimos la caminata por la avenida comercial, hasta llegar a la parada antes del puente, donde Héctor y el Chileno tomaban su colectivo, armamos escenas en los negocios, falsos avistamientos de ovnis, buscamos parecidos bizarros entre los transeúntes (mayor el mérito cuanto más rebuscados: jugadores de fútbol retirados, actores de segunda línea, etc), y llegó a pasar que predicáramos el nihilismo con el método de los evangelistas, parando a la gente para decirle que la vida no tenía sentido, que deje de hacer como si lo tuviese.

 A la noche, salimos  a pintar paredes del barrio con aerosol, poniendo frases y dibujos improvisados, robamos enanos de jardín, pusimos candados en rejas desconocidas tirando la llave al desagüe, corrimos tirando botellas de vidrio al aire, colgamos la basura de las casas en las rejas, pusimos macetas de una casa en la de al lado y una vez pusimos el juego de mesas y sillas de jardín de una casa en medio de la calle. Al hacer estas cosas nos reíamos hablando de qué pensaría la gente al empezar su día de esa manera. Imaginábamos preguntas como “¿A quién se le ocurriría algo así?”, o frases como “Este país se va la mierda”, o “No te la puedo creer y la puta madre que me re mil parió…”. Entre otras.

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