El parque abría sábados y domingos. Mi tarea era esperar en la
entrada al grupo designado, generalmente de 15 a 20 chicos de entre 7 y
13 años (acompañados de algunos padres), para guiarlos por los juegos
según un diagrama mas o menos improvisado pero que terminaba siempre en
un gran comedor, donde todos los grupos comían y le cantaban el feliz
cumpleaños a algún nene o nena de papá. Tenía que estar pendiente de que
nadie se lastimara, de negociar constantemente con los que se portaban
mal, mi peor terror era que algún nene se perdiera por ahí en medio de
la marea de gente, y de alguna forma me sentía bien teniendo esa
responsabilidad, por estresante que fuera. Odiaba el uniforme, un
pantalón caqui con una remera azul que me quedaba grande, zapatillas de
lona. Pero tener ese dinero ya no solo era necesario para la revista,
sino para comprarme algo de ropa, para escapar de las extorsiones de mi
madre, no tener que pedirle plata para todo y no depender de su
generosidad para salir.
Cubría mis gastos, eso era algo
que ya no podía echarme en cara, haciéndome sentir como una sanguijuela.
Y cuando a fin de mes se terminaba la pasta de dientes, el papel
higiénico o no había plata para comprar leche, y sabiendo perfectamente
que en la primera semana se había gastado en pelotudeces (como esos
viajes innecesarios en remis o esas cremas que se acumulaban en su
cómoda), yo iba y sin decir nada compraba. Cada vez que lo hacía sentía
un regocijo muy intenso, una extraña plenitud, en el fondo una pequeña
venganza contra el orgullo de mi madre. “Ay, gracias hijo…” decía, como
si mi ayuda viniese del cielo. Yo asentía con una sonrisa. Se fue dando
cuenta de que no era tan simple, empecé a hacer comentarios agrios en el
momento exacto en que la veía a punto de hacer esos extraños gastos de
principios de mes, como si yo tuviese derecho a opinar sobre la economía
de la casa. Eso realmente la sacaba de quicio, y como yo aparentaba ser
razonable y preocupado, y como ya no podía amenazarme con no darme
dinero para mis cosas, con el tiempo logré que a fin de mes no faltara
lo básico.
En la semana veía a Melina en el colegio, que
cada vez salía menos al patio en el recreo. No podía quedarme solo en el
salón si los pibes salían, hubiese quedado en evidencia. Pero a veces
volvía un rato antes de que sonara el timbre y ahí estaba ella. Si
estaba Alejandra tenía que mantener equilibrada la conversación con
ambas, pero sino podíamos hablar tranquilos. Cuando estaba solo, me
acordaba de mis conversaciones con ella, repasando los momentos más
intensos con deleite, sonriendo sin poder contenerme. También imaginaba
líneas de diálogo distintas a las que habíamos tenido, cosas que ella o
yo habríamos podido decir, réplicas posibles para los momentos en que
ella me dejaba sin saber qué decir. También pasaba que se me ocurrían
cosas aisladas para meter en algún momento, algún juego de palabras,
alguna metáfora indecente pero rebuscada, decepcionar a Melina no era
una opción. Pero con ella, como con los pibes, también tenía esa
sensación de que al hablar con ella algo único iba a pasar. Porque no
importaba cuantas cosas hubiese imaginado yo en soledad, nuestras
palabras siempre tomaban aguas rápidas, un camino imprevisible en el que
cada paso alumbraba el siguiente, en el que mis pensamientos y los de
ella entrechocaban continuamente, en un duelo de ingenio y temple con el
que los dos nos hacíamos cada vez más agudos. Y en el fondo me sentía
un miserable, porque mientras yo invertía gran parte de mi tiempo
pensando en esos encuentros, contemplando posibles escenarios para
aumentar mis recursos, estaba completamente seguro de que ella no lo
hacía, de que le alcanzaba simplemente con ser como era. Yo sentía que
si Melina no decía nada, era porque no había nada para decir, y que si
yo no decía nada, era porque mi imaginación se había quedado corta.
Los
fines de semana en la veía en el Parque. Si el grupo que tenía ese día
era de nenes muy chicos podía llevarlos a su sector, donde ella podía
estar manejando el carrusel, la pista del trencito y cosas así. Entonces
ella podía verme hacer de niñera y reírse de mí. También podía verla en
el comedor, cuando entre grupo y grupo me hacía espacio para comer o
tomar algo y coincidía con su descanso. El comedor era muy parecido a
esos que se ven en las películas yanquis de la prisión, mesas largas en
las que se juntaban grupos más o menos cerrados. Como muchas veces
estaba acompañada, yo me sentaba a comer solo haciéndome el que no la
había visto, esperando que ella viniese con su bandeja a buscarme pelea.
A veces lo conseguía, a veces no.
Podía pasar que
coincidiese con Daniel, pero su sección tenía mucho más personal y
mandaba a varios al descanso a la vez, por lo que él siempre estaba con
un grupo de gente. Daniel siempre lograba imponer sus condiciones a
quienes lo rodeaban. A la mayoría caía simpático porque sabía qué decir y
cómo para agitar las aguas y tornar una conversación aburrida en
carcajadas. Lo que siempre pasaba era que alguien se mostrara receloso
de él, que no lo tragara y que, sin enfrentarlo directamente, intentara
boicotearlo. Esa clase de persona era perfecta para él, porque la tomaba
de punto, utilizándola para hacer reír a los demás. En el caso de los
varones podía ser un tipo desplazado del centro de atención o el eterno
amigo de alguna chica que andara atrás de él. A las mujeres lindas las
trataba como si no fueran la gran cosa, y ellas estaban tan
acostumbradas a seducir con solo vestirse bien y sonreír que se volvían
locas por llamar su atención. Así se exponían más y más, y como un
cazador que no ataca al animal hasta que está lejos de su cueva, Daniel
las dejaba ir más y más lejos. En el Parque no le convenía exponerse
mucho por Antonella, y eso le generaba el inconveniente de que le
hiciesen propuestas muy evidentes para transar. Salvaba su orgullo
retrucando fuerte, con frases como “¿Entonces da para un pete?”, de tal
manera que sus pretendientes no podían aceptar sin dar mucho más de lo
que esperaban, pero sonreían al recular, como si lo estuvieran
considerando. Daniel me contaba sobre esas situaciones. Yo le hacía
observaciones, y como él veía que yo entendía la complejidad de muchas
cosas en sus manejos, me daba más detalles y analizábamos en conjunto el
camino a seguir. Una vez me presentó a sus compañeros y me senté con
ellos, pero yo prefería estar solo por si Melina venía.
A
veces yo iba para su casa a la tarde, cuando no tenía nada para hacer.
Su familia ya me conocía. También íbamos al kiosco de revistas de Héctor
y llevaba un ajedrez de tablero magnético, de esos que se pliegan con
las fichas adentro. Hacíamos ganador queda, pero yo nunca podía ganarle.
Pero esa vez jugamos en la vereda de su casa, tomando gaseosa. No
importaba si jugaba con blancas o negras, el resultado era el mismo. Mi
único progreso era que las partidas durasen cada vez más tiempo, me iba
defendiendo mejor. Mientras jugábamos hablábamos de muchas cosas. Una
vez se la compliqué y el partido duró más de lo normal. Entonces me dijo
que me iba a marcar mis errores de juego.
-Te preocupás
mucho por la defensa. Cuando yo saco mis peones al centro, vos movés el
peon-caballo del rey para ir preparando el enroque.
-Ahá.
-Como
sé que estás tan preocupado por esconderte, voy al ataque de lleno. Me
ubico de tal forma que tu esfuerzo sea al pedo. Pocas veces hago mi
enroque porque no lo necesito ¿Entendés?
-Pse.
-O sea tus
piezas siempre están protegidas, pero llega un momento en que hay que
abrirse paso y sacrificar algunas, para abrir huecos en la defensa del
otro. En esos cambios siempre salgo ganando, porque como estoy dispuesto
a sufrir pérdidas, los hago con iniciativa. Yo decido cuando me
conviene perder un caballo para que pierdas un alfil, o cuando puedo
permitirme perder un peón para ganar una posición útil.
-Me cuesta aflojar las piezas, y las termino perdiendo igual.
-Las terminás perdiendo igual ¿Te das cuenta?
-Se.
-Y
nunca, nunca tenés que resignar el centro del tablero, ahí es donde se
define todo. Si yo abro moviendo el peón-dama al centro, vos tenés que
hacer algo para pararlo. Y si yo muevo otro para apoyarlo, lo mismo. No
pelear esa zona es un suicidio, por más bien que protejas al rey.
-Claro.
-Te
defendés bien, pero te atrincherás tanto que no es necesario que yo me
cuide, eso hace que mi ataque gane siempre. Podés jugar a la defensiva,
porque se puede, pero para eso tenés que saber atacar también.
Desde
ese día nuestros partidos fueron cambiando. Estaba claro que me costaba
atacar, y tropezaba mucho con errores torpes, perdiendo incluso más
rápido que antes. Pero con el tiempo lo iba entendiendo mejor. Empecé a
aceptar los sacrificios de piezas con rapidez, desconcertando a Daniel.
Cuando esas tormentas de cambios tenían lugar el tablero se despoblaba
rápidamente, y eso me gustaba porque de repente todo era más simple y
quedaba manifiesta cualquier ventaja. Una vez logré hacer tablas. Otro
día tuve chance de jaque mate pero no la vi a tiempo, me la marcó Daniel
después de ganarme, reubicando las piezas. Otra vez tuve un final de
reina contra su rey y me sacó tablas. Daniel dijo que nunca tenía que
confiarme de las ventajas, seguir jugando como si estuviésemos mano a
mano. De todas las veces que jugamos solo le gané un par. Empecé a
pensar que mi manera de jugar estaba muy relacionada con mi manera de
hacer las cosas en general, como podía ser en mi necesidad de no quedar
mal nunca con Melina. Cuando veía a Daniel siendo guaso con una mina,
pensaba “pierde piezas, pero ahora ella sabe que si le dice algo picante
no puede decir que es inocente, así que cuando eso pase Daniel va a
poder avanzar sin temer un rechazo”. Y cuando veía a Daniel en medio de
un grupo siendo el centro de atención, o incluso haciendo chistes sobre
otra persona con tal de seguir siéndolo, entendía que él no podía
resignar esa posición de ninguna manera, intentando manejar su destino y
el de los demás.
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