Lunes al mediodía, en mi cama. No quería levantarme. Un fin de semana
en el que pude zafar de ir al banquete familiar en lo de mi abuela,
solo para quedarme en casa, mirando por la ventana de mi pieza cómo caía
la linea del sol en el paredón, cómo se acercaba lo imposible. Tener
que verla de nuevo, esquivarla ¿Cómo? Y solo para evitarle el problema
de esquivarme. Ya no podría saludarla, eso seguro. Tampoco podía faltar,
en algún momento tendría que ir y sería peor. Tenía que levantarme,
tenía que ir. Prendieron la tele en el comedor, era mamá levantándose.
Me convenía ocupar el baño antes de que ella pasara. Me levanté.
Llegué
tarde, media falta. La clase de Matemáticas ya había empezado. Desde la
puerta, en la esquina del fondo del salón, me pegué a la pared para
llegar a mi lugar. Tardé media hora hasta subir un poco la vista y verla
copiando. “¿No copias nada?” me dijo Carlos. “Ya vimos esto” le dije,
glacial. Carlos iba en picada con varias materias, incluyendo
matemáticas. Necesitaba de mí más que nunca y yo ya no podía ayudarle.
No podía ayudar a nadie.
Hicimos grupo para Geografía, pero mi
capacidad ese día era tan nula que César agarró el libro y se puso a
buscar las respuestas él mismo. Me limité a aprobar las que propuso, y a
copiarlas cuando dictó.
En el recreo quise quedarme en el salón, pero Carlos me insistió para ir al patio.
-¿Qué te pasa pelotudo? Contáme.
-Nada.
-Qué nada, estas con una cara de concha desde hoy. Qué pasó.
-Le dije.
-Qué dijiste. A quién.
-A Pato.
-Qué le dijiste.
-Que estoy enamorado de ella.
-¿No ves que sos un pelotudo? Ahora ya está.
-El qué.
-No viste que la semana pasada la vino a buscar la hermana, va a la 20.
-…
-Zafa. Y dice que te vió y que gusta de vos, pero ahora cagaste todo.
-Y qué tiene si no quiero a la hermana.
-Pero
así empezabas a ir a la casa, le dabas celos, entendés, y al final te
comías a Pato. Ahora ya fué. No me avisaste encima ¿Por qué no me
avisaste?
-No sé.
-Bueno, y qué te dijo ella.
-Que me quiere como amigo.
-Hija de puta. ¡Vos también! ¿Cómo te vas a mandar así de una? Cuándo le dijiste.
-El viernes a la salida.
-Qué hiciste.
-Nada, se iba caminando sola, ya se habían ido todos. Fui y le dije. Le dí un bonobón.
-¡Un bonobón! Jajaja… ¿te lo devolvió?
-No, se lo quedó, se puso así como nerviosa, me dijo eso, me saludó y se fue.
-¿Y ahora que vas a hacer?
-Nada.
-No pensás hacer nada.
-Qué se yo. No iba a venir hoy, pero sino después era peor. Igual me voy a cambiar de turno, a la mañana.
-Dejáte de joder, por una mina…
-No puedo estar ahí con ella, no puedo… me viste hoy, no puedo estar así.
-Sí, así es Juan. Te andas juntando con él, mirá donde estás ahora.
-…
-Tranquilo Nico, no hablés con nadie y dejame hacer a mí.
-¿Qué vas a hacer? No quiero que hables nada eh.
-¿Qué te pensás, que Carina no sabe? Fija que ya sabe. Dejáme a mí.
-No, dejalo así… No quiero molestar a Pato, al pedo.
-Bueno ¿Le dijiste a alguien más de esto?
-A nadie.
-Listo, no le cuentes a nadie entonces. Y si vas a hacer algo así de nuevo avisáme, no seas boludo.
A
la salida Juan me acompañó a casa, se dio cuenta de que había pasado
algo y me preguntó. Cuando le dije, esperaba que tuviese alguna
expresión de regocijo, de “bienvenido al club”, pero lo vi muy serio,
escuchando todos los detalles que yo necesitaba contar para graficar el
momento. Se sorprendió cuando le dije que quería cambiarme al turno
mañana. Le dije que no podía soportar verla todos los días, tan cerca
mío, sabiendo que nunca iba a ser mi novia. Le dije que era demasiado
para mí. “Soy débil, Juan” le dije. “No, Nico –dijo-. Ya entendiste que
es mejor olvidarla. Yo soy débil”. No le respondí. Caminamos en silencio
el resto del camino.
Con cada día se repitió lo mismo.
Despertar era sentir que iba a tener que verla de nuevo. Caminar hacia
el colegio era acercarme a ella. Llegaba tarde casi siempre, a veces la
portera me dejaba pasar sin avisar a la secretaria y llegaba al aula
antes de que pasaran lista. Me daba mucha vergüenza que Patricia pudiese
sentirse incómoda por mi presencia, entonces intentaba pasar
desapercibido. Hablaba mucho menos, casi no hacía chistes, y era difícil
reírme. Si lo hacía, me paraba en la mitad, como un enfermo que olvida
por un momento su dolencia, intentando levantarse, para sentir un dolor
en el pecho y volver a reposar. Sentía la necesidad de estar solo, de
cerrarle las puertas a todo el mundo. Si mis amigos se juntaban en el
fin de semana, buscaba excusas para no ir.
Cuando caminaba
solo hacia mi casa lloraba, y entonces me quedaba un rato en la
esquina, hasta sentir que mis ojos no estaban hinchados. En casa
también, cuando estaba solo y sentía que el aire no podía entrar, que
nada tenía sentido, que cómo era posible sentir algo así por alguien y
no ser correspondido. Cómo podía ser que todas las películas, toda la
música se la pasaran hablando del amor, repitiendo siempre el mensaje de
“hacé lo que sientas”, de “no esperes más, decíselo ¿Y si ella está
esperando que lo hagas?”. Me sentía enfermo si ponían la radio, cada
estribillo de los temas de moda me parecía peor que un vómito. Sentía
tristeza, pero por momentos sentía odio. Cómo podía ser que nadie me
hubiese avisado que el amor podía ser así. Me sentía víctima de una
trampa, de un mundo alimentándome día a día de esperanza para después
no avisarme que había un paredón infinitamente alto. Y cuando intentaba
negarle lugar a mis sentimientos por Patricia, la recordaba de perfil,
escribiendo en la carpeta. No podía no amarla.
Me ocupaba
mucho menos de las tareas que hacía para ayudar a mamá, y los domingos
de limpieza general me volví intratable. A veces faltaba al colegio y me
quedaba mirando la tele en el fondo de casa, mientras mamá miraba la
del living o se ocupaba de la ropa en el lavadero. A veces discutíamos y
yo terminaba barriendo el patio. A veces subía a la terraza y caminaba
por el borde, haciendo equilibrio, o me quedaba sentado, con las piernas
colgando, mirando pasar los coches. A veces agarraba la bici de Hernán y
salía a dar vueltas, y algunas de esas veces me encontré casi sin darme
cuenta cerca del Bajo de Pacheco, peligrosamente cerca de la casa de
Patricia. Incluso una vez paré a una pareja mayor y le pregunté si
conocía la casa de la familia Van Hess, pero no tenían idea. A veces
ponía el disco de solos de piano de Emi, para escuchar Moonlight
Sonata de Beethoveen, mientras hilaba los momentos felices antes de mi
sincericidio con lo que vino después. Cuando terminaba lo volvía a
poner. Una y otra vez.